Érase una vez un señor a una trompa de elefante pegada. Durante veinte años y día tras día, caminaba todo el santo día por Barcelona sin ropa y señoreando su enorme trompa sin que nadie supiera nada de él. Ni como se decía, ni de dónde era, ni lógicamente que se trataba de un humilde cocinero catalán que el año 1985, trabajando en un restaurante de parada y fonda en Andorra, se había hecho millonario gracias a un pleno al 15 de La Quiniela. En vez de comprarse un Rolls-Royce, un apartamento en Sitges o un armario entero con ropa de Gucci, sin embargo, con los 133 millones de pesetas -800.000€ actuales- decidió demostrar que la riqueza espiritual no te la da el dinero y que la libertad pura es un estado de la mente, por eso, naturista por principios y no por esnobismo, empezó a pasear por las Ramblas en pelota picada.

Los primeros años su verga asustaba a las viejas que volvían de llenar el carro en el mercado, cuando en la Boqueria había gente que hacía la compra. Se santiguaban también los curas al verlo pasar por su lado, absolutamente desnudo y con el cuerpo lleno de tatuajes donde se podía vislumbrar un escudo del Barça, diversos tribales o una manada de pájaros, pero ninguna cruz. Bajo el ombligo, en la pelvis, destacaban los dos ojos de un elefante. Otros animales, los loros, repetían "Mira, el Hombre Elefante!" que el vendedor de animales le había exclamado al quiosquero del lado, cuando en la calle se vendían loros y la gente todavía compraba diarios. Evidentemente su presencia también feia tronar i ploure a los limpiabotas de zapatos o las floristas, que lo miraban de reojo, a menudo desconcentrándose, mientras pulían unos mocasines o preparaban un ramito para algún notario que se entendía con la secretaria.

Era imposible no mirarlo. El Maradona de la Rambla dejaba de hacer toques con la pelota y los mimos perdían la capacidad de ser estatuas humanas cuando el Hombre Elefante les pasaba por delante. De hecho, incluso las escuelas se lo pensaban dos veces antes de llevar a los chiquillos de excursión al centro de Barcelona, ya que los niños resulta que no prestaban atención al Liceu, ni al barroco de la fachada de la iglesia de Betlem, ni a la estatua de Colón o el viejo Teatre Principal: los escolares se quedaban con la boca abierta con aquel peculiar peatón porque aquella trompa no era como las que habían visto en el Zoo o el Aqualeon. Esta relucía gracias a un brillantito que relucía como una estrella en la punta de todo, allí donde diríamos que un elefante lleva un piercing en la nariz y donde aquel señor, claro está, más bien tendríamos que decir que llevaba un piercing en el prepucio. Recuerdo bien la sorpresa porque un servidor era uno de aquellos niños y nunca ningún profesor de los jesuitas, solo faltaría, nos había explicado que en el pajarito también se podían poner pendientes.

Habíamos crecido en la burbuja de la Barcelona olímpica, pero nos fuimos haciendo mayores y aquel suflé mágico se fue desinflando mientras en la Rambla todo cambiaba, menos el señor con dos orejas de elefante tatuadas en las nalgas. En cosa de pocos años, la Boqueria empezó a dejar de ser un mercado para pasar a ser un parque temático, los loros empezaron a dejar de charlar porque cada vez era peor visto que se vendieran animales y los quioscos empezaron a dejar de vender periódicos para pasar a vender cafés, helados o souvenirs, pero nuestro héroe se mantenía intacto al tsunami del cambio de siglo y la globalización, paseando sin ropa arriba y abajo solo con una bolsa de plástico en la mano izquierda. Dentro llevaba una botella de agua, un bocadillo, medicinas, un paquete de tabaco y una copia imprimida de la ley según la cual era absolutamente legal hacer nudismo en la vía pública, ya que evidentemente a los agentes de la Guàdia Urbana también se les escapaban los ojos hacia aquella trompa que más bien podría ser una porra. Más de trescientas veces lo pararon, registraron e incluso detuvieron, y siempre el Hombre Elefante acabó saliendose con la suya.

Cuando en la Rambla empezó a haber más tiendas de carcasas para móviles que limpiabotas de zapatos, que fue más o menos cuando las Blackberry asesinaron para siempre los Nokia, los turistas empezaron a fotografiar a aquel señor que para ellos, más que una persona, era un personaje. Eso fue antes que los últimos punkis, heavys y redskins de la calle Tallers reconocieran que no existía nadie más libre en toda la ciudad que el Hombre Elefante, claro, en aquellos años en que las tiendas de discos y de chapas empezaron ya a bajar alguna persiana, en que la librería Canuda empezó a anunciar que cerraría y en qué las galerías del Camello, hasta entonces otro oasis de libertad, también empezaron a ser más bien un espejismo que en realidad era una guarida de guiris. Mientras todo eso pasaba, la eclosión de las redes sociales transformaba el mundo y Google se convertía en el gran oráculo divino, quizás por este motivo 'Hombre desnudo Barcelona' tiene hoy 9 millones 360.000 entradas en el buscador más famoso de internet.

De todo aquello ya hace mucho tiempo. Demasiado. Tanto, que hasta el sábado pasado eran bien pocos los únicos que sabían la identidad real del Hombre Elefante: se llamaba Esteban Trancón, que por mucho que lo parezca no es ningún sobrenombre la mar de adecuado, sino el apellido que figuraba en el DNI de este señor que el año 2011 dejó de ser visto. El gobierno municipal del PSC, con Jordi Hereu de alcalde, aprobó una ordenanza municipal que prohibía el nudismo urbano, y nuestro semaler no tuvo más remedio que vestirse. Veinticinco años después de haberse hecho millonario, malvivía de los servicios sociales porque ya no le quedaba ni un duro de toda aquella fortuna que había repartido entre algunos amigos y de la cual un abogado malnacido se aprovechó. Todo el mundo le perdió la pista de golpe, hasta que el otro día, más de una década después, el tuitero El Boig de Can Fanga -alias de Joaquim Campa- descubrió los detalles de la historia que acabo de explicar e investigó el desenlace: Trancón estaba enterrado en el cementerio de Montjuïc, donde según la lápida murió el año 2014. Por desgracia, sin embargo, el Hombre Elefante había empezado a morir tres años antes.

Hay veces que la muerte de alguien sirve, también, para entender la muerte del mundo que lo rodeaba. Pocas horas después del tuit de El Boig de Can Fanga, el biotecnólogo y wiquipedista Xavier Dengra publicó la entrada de Trancón en la Wikipedia, definiéndolo como "una de las figuras más emblemáticas del imaginario social de Barcelona". Como la Moños, como Ocaña y como tantos más de los que apostaron por ser libres y desenganchar la corteza arcaica, conservadora y moral de una ciudad que, al final, va muriendo cada día un poco más porque aquello que ha alejado a sus vecinos de la Rambla no es la heroína o la presencia de un hombre desnudo, sino el turismo, la homogeneización del ocio y una catastrófica pérdida de personalidad propia. Si Josep Pla definió como Un señor de Barcelona a un patricio de veintiún botones como don Rafel Putget, he considerado que era de justicia escribirle un obituario al Hombre Elefante, ni que sea con casi diez años de retraso, porque no hay que tener veintiún botones -ni siquiera llevar camisa!- para ser un señor de Barcelona. Es más, de hecho hay muchas Barcelonas, y en alguna de ellas, seguramente la más utópica pero ideal, ahora que conocemos bien la historia ya podemos decir que Esteban Trancón (Barcelona, 1945-2014) fue, es y será siempre mucho más que un señor a una trompa pegado.