Cuando el mundo me pone la cabeza como un bombo con su demagogia manierista siempre acabo mirando alguna película en blanco y negro. Ver películas americanas de los años cuarenta es un poco como leer a los filósofos del mundo clásico. En las obras de los griegos y de los romanos las ideas no están todavía sobadas. Todo parece escrito por primera vez en medio de un silencio limpio de miedos y lleno de resentimiento.

A mí me hace reír más una frase de Katharine Hepburn dicha con aplomo, que el humor de Toni Soler o de Larry David, que siempre es sucio. Es como cuando Ovidio escribe que la belleza de los hombres es desarreglada: dudo de que estuviera pensando en los tios que van por la calle enseñando los calzoncillos por debajo de los pantalones o que se hacen tatuar el cuerpo sin haber hecho ni siquiera la mili.

En las épocas de confusión, la gente no sabe qué hacer con el amor y todo tiende a buscar la sordidez, el tremendismo y la cloaca. Cuándo los hombres tienen las ideas claras, como las tenían los americanos de los años cuarenta, se encuentran soluciones sencillas y el cine no necesita efectos especiales ni tramas complicadas. Te das cuenta de que con un buen diálogo, un violín y el movimiento sutil de una ceja puedes explicar cualquier cosa.

El último filme en blanco y negro que he visto es Historias de Filadelfia, una comedia romántica que se adentra en las contradicciones de una chica de buena familia que es mucho mejor que su entorno. La protagonista tiene una cara bonita, un cuerpo disciplinado y un cerebro de primer orden, pero vive cerrada en una fortaleza de frialdad por miedo de decepcionar a la familia con su exceso de personalidad.

Sobrepasada por las facilidades y el dinero, Hepburn hace el papel de una chica insegura y arrogante que se piensa que siempre ha hecho lo que ha querido cuando en realidad no ha salido nunca de la jaula. Los hombres la idolatran como si fuera una diosa, acobardados por su superioridad, y eso la valla todavía más en su rol de diva hecha de afectos racionalizados y de frases lapidarias. Aprisionada por la imagen de glamur y perfección que la gente se ha ido haciendo de ella, vive de cara al alta sociedad, buscando en los pequeños rincones espacios de libertad para no ahogarse.

El filme describe el resentimiento y la frivolidad que alimentan las decepciones, cuando te dedicas a fingir para poder gustar los otros. Recuerda que la mayoría de las cosas que decimos e incluso la mayoría de las cosas que pensamos son pura basura que viene acondicionada por el miedo que nos hace que el mundo nos desilusione o nos hiera. Divorciada de Gary Grant, Hepburn se dispone a casarse con un pasmarote que le ofrece la posibilidad de consolidar su papel de mujer independiente pero tradicional y responsable.

Grant, que figura un exmarido vulnerable pero luchador, se presenta un día antes de la boda con la maqueta de un barco que se llama True Love. Le reprocha que se case con un pez hervido incapaz de desafiarla, que sólo reforzará sus prejuicios. Le advierte que la obsesión para parecer perfecta matará su luz y la convertirá en una "ama de casa americana". Ella lo desprecia tanto como puede, mientras flirtea con un escritor que interpreta James Stewart.

La historia transcurre en una casa con piscina, decorada con un sentido del lujo muy moderno y refinado. La noche antes de la boda hay una escena extraordinaria que vale casi toda la película. El escritor interpretado por James Stewart seduce Hepburn en medio de una borrachera antológica. Con la ingenuidad apasionada y objetiva de los poetas, le hace ver todo aquello que el exmarido mira de hacerle entender, en resumen, que no puedes creer realmente en ti mismo si no puedes creer realmente en alguien más.

Al final, cuando Gary Grant consigue casarse con ella, Hepburn hace una cara de felicidad que ya ves que es imposible que pudiera despertarle nunca ningún otro hombre.