Por mucho que disfrute embobándome a base de contemplar el cielo, a menudo las anécdotas me obligan a tropezar con el barro de la realidad. El lector pensará que todo esto que me dispongo a contarle son solo contingencias de la vida, peripecias de tres al cuarto, o incluso historietas de niño. Pero tengo que rogarle, una vez más, que tenga paciencia. El caso es que, desde hace semanas, vivo una pesadilla rcurrente, una marejadilla existencial que es todavía más angustiante porque ocurre en el mundo de los hechos. No ando por Barcelona como hace unos años y es bien cierto que ya soy una rémora del mobiliario de nuestras más exquisitas coctelerías; pero a menudo vuelvo, no para ingerir (la psiquiatría moderna me obliga a continuar la abstinencia), sino para abrazar a mis antiguos bármanes y agradecerles —aunque esté en esta tediosa vida póstuma— la inmensa compañía y las toneladas de felicidad que me regalaron.

Bueno, vamos al grano. El hecho en cuestión, repetición angustiosa y pesada, es que últimamente no hay ocasión en la que vuelva a una de mis terrazas favoritas (para tomar una tónica o un agua, que la familia no se asuste) y no solo estén rebosantes de gente... sino que un articulista de La Vanguardia se siente en mi mesa favorita. Cuando ocurre esta tragedia opto por marcharme del establecimiento y buscar otro refugio sin que el coctelero titular pueda darse cuenta de mi falta de cortesía. La última vez fue en el Passatge de Mercader, donde está el Belvedere de mi querido decano Ginés Pérez, una de las terrazas más bellas de Occidente. Yo me encontraba muy feliz de volver a aquel lugar donde Ginés nos enseñó la grandeza atardecedora del Manhattan y la gracia bonita del London Mule; solo pedía volver a ver a mi querido barman y va y me encuentro a John Carlin hurtándome mi asiento.

El lector no tiene la necesidad de saber quién es John Carlin; por resumirlo brevemente, resulta ser de aquellos críos que parecen tener el pedigrí de un pasaporte embutido de estampas de todos los continentes pero que, no obstante, no puede dejar de pensar como un españolote más. El cataclismo habría podido ser peor y la mesa en cuestión podría haber sido ocupada por el bruto de Víctor Amela, aquel crío a quien dieron el premio Ramon Llull después de que el pobre corrector de catalán le rehiciera la novela de arriba abajo. Pero el caso es que allí se sentaba el bobo de Carlin, justamente en mi mesa, en el pequeño rincón que yo glosé para que pasara a la eternidad, en el cual invité a tantos amigos (dejándome una gran parte de mi escasísimo patrimonio) y donde mamé con una entereza y método que todavía no han sido igualados por ningún coetáneo; pero la presencia de Carlin me impedía reencontrarme con mi sombra.

Nuestras terrazas, nuestras barras son mucho más importantes que la dignidad de nuestra propia madre; y no permitiremos que una gente mal vestida, profundamente iletrada y tristemente española nos las vuelvan a ensuciar

El lector, insisto, pensará que todo esto son cuentos de niño mimado y que la situación no es tan grave. Pues sí que lo es, porque las mesas —aparte de sus propietarios— siempre tienen que ser patrimonio de los glosadores; a saber, de todos aquellos prosistas que hemos ayudado a darles vida. Durante los años en los cuales (a nivel personal y prosístico) servidor valía un poco la pena, jamás me había tenido que molestar para pedir mesa, ya estuviera en mi rincón predilecto del Belvedere o en la veladora del Ascensor de la calle Bellafila; y no tenía que pedir mesa porque la mesa, como el show, era yo mismo. Cuando hablamos de controlar el territorio, más allá de mandangas procesistas sobre el dominio de la policía española en nuestro paisito, nos referimos precisamente a eso; yo regalé grandeza en nuestras coctelerías y ahora tengo que ver cómo los españoles se mean en ellas con sus ridículas americanas de lino rojizo.

No quiero pecar de victimista y culpar solo a los invasores de esta gran derrota, porque —al fin y al cabo— esta gentuza solo ha aprovechado mi ausencia para robarnos a todos el paisaje más complaciente de Barcelona. La responsabilidad es enteramente mía, y digo mía porque yo mismo abandoné estos rincones, con lo cual —implícita o explícitamente, tanto da— aboné el terreno para que los peores prosistas de la prensa mundial vayan a meter las nalgas. Yo, con mi estúpida irresponsabilidad, con una nauseabunda renuncia a retener aquello que era mío, yo y solo yo he permitido que un analfabeto con tarjeta gold como el malogrado bobo de Carlin se siente en mis mesas. Y lo peor de todo es que mi dejadez no es imputable a la abstinencia, sino a la falta más absoluta de persistencia en la lucha y a una renuncia a la batalla digna del macabro Puigdemont.

Hay que volver a la guerra, ciertamente, ya que no podemos permitir que se nos apropien así de nuestro imaginario. Yo pensaba que la juventud de la tribu me ayudaría en esta tarea tan afable, pero hoy por hoy tenemos a todos los críos más listos de la tribu trabajando para la Corpo, haciendo vídeos altamente espantosos de aquello que los cursis llaman "estilo de vida" y escribiendo artículos sobre el catalán en Europa y de otros asuntos sin el mínimo interés. Ahora hay que volver a la guerra, y utilizo esta palabra con todo el entendimiento del mundo, pues solo la violencia puede restaurar el orden correcto de las cosas. Y si hace falta que nos dejemos la vida en ello, pues que así sea. Nuestras terrazas, nuestras barras son mucho más importantes que la dignidad de nuestra propia madre; y no permitiremos que una gente mal vestida, profundamente iletrada y tristemente española nos las vuelvan a ensuciar con su fangosa sintaxis mental.

Hay que volver a la guerra. Es necesario. Así se tenía que escribir, y así se hará.