Últimamente, el independentismo ha recibido dos ofertas envenenadas. De ninguna otra manera podía ser proviniendo del oficialismo unionista. La primera fue un falso cebo con los presupuestos. Poco a poco se fue desmontando el castillo de promesas, puro cuento, de los presupuestos. Al final quedó en que aquello que daban a Catalunya, mejor dicho, a todos los catalanes, indepes y no indepes, era lo que por ley desde hace tiempo les correspondía. De regalo nada.

La cuestión política era apoyar los presupuestos del PSOE o no. Con cierta rapidez, aplaudida con la hiperventilación sistémica y con alivio socialista, se negó el pan y la sal. De los presupuestos nunca más se supo nada. Ya dije en aquella ocasión que quizás el políticamente más juicioso fuera permitir la tramitación y discutir partida por partida, con el riesgo, bien cierto por otra parte, de que la ley contable no se aprobara.

Para simplificar primaron la dignidad ofendida y la testosterona. La pregunta que se tenía que haber planteado, sin embargo, era qué saldría ganando el independentismo con el apoyo al presupuestario Sánchez. Esta pregunta no oí que se formulara, cuando menos en público, es decir, en un debate público. La ausencia de debate público siempre es un mal síntoma.

No se ha debatido sobre las ganancias y pérdidas, así de crudo, de apoyar a Iceta o dejarlo caer

El hecho es que sin presupuestos el sanchismo (que no es igual, hoy por hoy, al socialismo) tuviera que convocar elecciones. El hecho de que estas dieran el resultado que han dado, donde las partes principales en pugna han ganado como era imprevisible (me remito a las encuestas), no desvirtúa la cuestión anterior: en qué beneficiaba el independentismo iniciar el trámite parlamentario o no de los presupuestos. Nadie tenía el dato de los resultados, como nadie tenía ningún dato uno mes antes de la moción de censura que esta, no solo triunfara, sino que se llegara a plantear. Hay que tener en cuenta las sorpresas, Pedro Navaja lo sabe bien, pero es imposible computarlas racionalmente. Por eso son inesperadas. E inesperables.

Esta semana hemos vivido un nuevo culebrón. El culebrón Iceta. Sobre el procedimiento y regulación del nombramiento ya dije aquí lo que opinaba la semana pasada. No dije lo que pensaba sobre el desenlace. Hoy tampoco. No hace falta.

La cuestión del rechazo –legítimo constitucionalmente– al candidato Iceta a ser votado senador autonómico se ha analizado nuevamente desde fuera de la razón política. Es decir: en qué mejoraba o empeoraba la situación política del independentismo no ha sido, lamentablemente, la cuestión.

En efecto, una cosa es el lógico resentimiento, humano más no poder, con respecto a la actuación de Iceta y del PSC (sus discursos y actitudes no verbales en el Parlamento, sus asistencias a manifestaciones con compañía de otros líderes, su apoyo al 155...) y otra bien diferente es la razón política de decir sí o no a la aprobación parlamentaria de su candidatura. Esta reflexión no se ha hecho. Se ha hablado más de sentimiento –respetabilísimos y justificadísimos–, sin embargo, reitero, de razones políticas, no.

No se ha debatido sobre las ganancias y pérdidas, así de crudo, de apoyar Iceta o dejarlo caer. Mucha gente, desde las más intimas entrañas, han aplaudido la decisión de rechazar a Iceta. Pero eso no es una razón política para que los líderes políticos, líderes a quien la buena gente ha transferido temporalmente la responsabilidad de la dirección de la res publicae, estén satisfechos. Según mi opinión no han hecho los deberes, que, repito, no es otra cosa que exponer los pros y el contras políticos, optar y explicarlo.

Optar por el miedo al qué dirán no es optar: es obrar bajo el miedo, es decir, amenazado. Los líderes de verdad, con conocimiento de los hechos que la ciudadanía de la calle no tiene, han de hacerles llegar a esta ciudadanía a la que se deben. Si una decisión que parecía tomada previamente no se puede tomar, hay que explicar los motivos razonables por los que la decisión en cuestión es inviable, inconveniente o innecesaria. Puede ser que el líder no llegue a convencer a la ciudadanía. No pasa nada. Si está convencido de sus argumentos, adelante.

Doblarse al sentimiento –una vez más señalo, legítimo– de aversión de la ciudadanía a un punto concreto de la vida política es populismo. Ya no digo si el sentimiento es incentivado.

De estas jugadas que comento hoy –que son, indudablemente, entrar con un antorcha en un depósito de explosivos– hemos visto la propuesta y la resolución. Nos ha faltado el debate sobre las ventajas e inconvenientes políticos de optar por una salida u otra. Esta ausencia resta, según mi opinión, calidad democrática al procés político. Y de calidad democrática no vayamos especialmente sobrados.

Por cierto, nadie ha dicho que fuera fácil.