Desde la reculada del 2017, el independentista medio ha aprendido a relacionarse con la vida política del país desde la desconfianza. Incluso, a menudo, desde el resentimiento. Nadie quiere volver a ser el idiota que se deja engañar, el burro al que los mismos engañan dos veces. Eso no quiere decir que el catalán medio haya dejado de votar del todo los tres partidos típicamente independentistas, como bien demuestran los resultados electorales, a pesar del gran agujero de la abstención. Incluso los que los votan han asumido que la independencia es una marca de partido, pero ya no es un fin. Es la manera de distinguir a los que consideramos "de los nuestros". La decepción post referéndum ha forzado a un ciudadano político con tendencia a protegerse, a replegarse en lo personal de la nación para no volverse a herir en lo colectivo. Es una dinámica que hemos entendido como guardia de nuestra autoestima y cobijo de nuestra dignidad. Sobre todo para el catalán militante de la abstención, la carga de la prueba ha sido invertida y todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Una parte importante de votantes prefiere la calma de la estafa antes que el riesgo de volver a ser engañados

Sobre la vida política del país se cierne una niebla de sospecha en la que lo más fácil es no tomarse nada en serio. Para disipar esta niebla, sin embargo, hace falta algo más que huidas hacia adelante en nombre de la esperanza y de un cambio, porque este empuje puede llevar a hacerlo todo todavía más sospechoso. Este es uno de los problemas con los que se encontrará —si no es que ya los ha encontrado— la propuesta política de Jordi Graupera y Clara Ponsatí. Una parte importante de votantes prefiere la calma de la estafa antes que el riesgo de volver a ser engañados. La sospecha todavía se amplía más si se tiene en cuenta que tanto Graupera como Ponsatí cuentan con un capital político no solo marcado por su pasado, sino también deformado por la crítica que el resto de partidos vuelcan sobre quien quiere levantar la cabeza. Ponsatí estaba en el Govern el 1 de octubre. Graupera fracasó con Barcelona és Capital. Ponsatí ha estado en el Parlamento Europeo con Carles Puigdemont hasta que se ha desentendido. Graupera siempre es visto como el más soberbio —y de derechas— de la sala. Si no son unos insensatos, cada uno será consciente de los fantasmas que arrastra.

El país vive un momento en que nadie parece dispuesto a tomar riesgos, en que hacer algo nuevo ya es un riesgo en sí mismo. Para los setecientos catalanes que ya han pagado los famosos doce euros, ha bastado con eso para darles atención, que no es sinónimo de confianza. Hasta hoy, todos los análisis que se han hecho de Alhora, la propuesta de Graupera y Ponsatí, se han basado en sus fantasmas y en un vídeo impreciso. El analista más generoso lo ha tratado como un misterio. Desgranando el anuncio punto por punto, lo único que se entiende es que el marco retórico del mientras tanto no solo les parece la herramienta con que la Generalitat pretende taparse las miserias, sino que les parece una herramienta ineficaz que no consigue lo que se propone. Esta, me parece, es la fase en que tendrán que demostrar ser lo bastante hábiles para convertir en confianza la atención del catalán sediento al que pretenden llegar.

Una duda se centra en si basta con ajustarse a los problemas que tiene el país —resolverlos exige entrar en conflicto con el Estado— para construir un programa que no parezca otra estafa

La disyuntiva radica en el hecho de que, tal como está configurada la relación que mantenemos hoy los catalanes con la política, auguramos una estafa si nos parece que el eje nacional pasa por encima de lo social. Es, seguramente, una respuesta traumática que cargamos los votantes del posprocés. El marco en que se presenta Alhora pone el foco en que, si se quieren resolver de raíz los problemas sociales, hay que ir al fondo del conflicto nacional. Eso pide un salto de fe que requerirá concreciones que lo aterricen, de certezas a las que el votante pueda agarrarse para, igual que el autonomismo nos pide aparcar el eje nacional para resolver el "mientras tanto", no tener que aparcar el "mientras tanto" para seguir siendo independentistas. Esta es una solidez clave que de momento no sabemos si nos pueden ofrecer. Una duda se centra en si basta con ajustarse a los problemas que tiene el país —resolverlos exige entrar en conflicto con el Estado— para construir un programa que no parezca otra estafa. La otra duda radica en si los implicados tienen suficiente mano izquierda para hacerlo, teniendo en cuenta que el resto de partidos independentistas harán lo posible para desprestigiar cualquier propuesta volviendo en su contra el "íbamos de farol".

El riesgo tomado en un momento desinflado y la novedad de la propuesta, a pesar del pasado y presente de sus instigadores, acerca a Alhora a ser un partido más vinculado a la duda que a la sospecha

A pesar de todos los pesares, para más de setecientas personas ha bastado con un vídeo y doce euros para dar la vuelta, otra vez y acotado a Alhora, a la carga de la prueba. El riesgo tomado en un momento desinflado y la novedad de la propuesta, a pesar del pasado y presente de sus instigadores, acerca a Alhora a ser un partido más vinculado a la duda que a la sospecha. La apuesta no parte exactamente de cero, pero la política catalana está tan enfangada que solo el gesto de construir una marca nueva ya ha hecho levantar algunas miradas. A algunos incluso les habrá hecho recordar qué quiere decir tener ganas de volver a participar en la vida política. Hay duda, pero no hay confianza. Para los que estarán en el Teatre Borràs la tarde del día de Sant Jordi, todavía no hay ninguna certeza lo bastante firme que les haga pensar que vale la pena volver a desprotegerse. Ahora, sin embargo, tampoco tienen el instinto de protegerse todavía más. Si Graupera y Ponsatí formarán parte del trauma o conseguirán disipar la niebla, me parece que a estas alturas solo lo intuyen ellos y sus fantasmas.