Diana ha interrumpido la conversación que teníamos bajo el claro de luna porque ha visto un dragoncito que se metía en casa. A nosotros los dragoncitos nos enternecen, pero no todo el mundo tiene las mismas obsesiones ni los mismos gustos. Si el bicho se acomodara en una habitación equivocada, podría provocar un susto y morir de un escobazo.

A diferencia de las lagartijas, que son reptiles banales, hedonistas y calculadores, los dragoncitos son como pequeños dinosaurios, tienen una aureola mítica, de bicho sagrado. Mi abuelo los miraba con una simpatía silenciosa, casi con agradecimiento. Cuando era un niño, a veces venía a levantarme a medianoche y, aprovechando el calor del verano, bajábamos al jardín a oscuras para ver si veíamos alguno. 


Los dragoncitos son animales epicúreos que hacen cara de haber visto mundo. Tienen unos ojos desconcertados y risueños, como si hubieran sobrevivido a la caída de muchas civilizaciones y muchos imperios. Mi abuelo se podía pasar horas observando como reposaban protegidos por los tallos puntiagudos de los rosales, cerca del Sant Jeroni. Mirar dragones es quizás la actividad más filosófica que hizo, aparte de tomar un poco de coñac e ir a ver pasar trenes.

El abuelo no habría permitido nunca que yo usara su navaja multiuso para cortarle la cola a un dragón. Con las lagartijas, no tenía ningún problema en dejarme hacer todos mis experimentos. Algunos veranos, su jardín era Guantanamo para las lagartijas del Masnou. Las lagartijas no me han inspirado nunca ningún respeto, y me parece que a mi abuelo, que había visto la guerra y la dictadura, y no necesitaba leer a Maquiavelo para entender cómo funciona el mundo, ya le parecía bien.

Ahora que el poder lo succiona todo, empezando por la esperanza de la gente, cada día me siento más atraído por el carisma de los dragones. Las lagartijas son más rápidas y más estilizadas, pero son capaces de freírse al sol solo para hacerse ver, como muchos políticos que he conocido. A los dragones no se les escapa nada de lo que pasa alrededor de ellos, pero los ves en paz con ellos mismos. No rezuman la desazón esquiva de las lagartijas, ni aquella mirada envenenada de vacío y de mala leche.

Los dragones salen por la noche o a media tarde. Eligen una pared muy sombreada y se van alimentando de insectos mientras el mundo se vuelve loco. Bajo la luna llena de agosto, el cuerpo acorazado y achaparrado de los dragoncitos me hace comprender mejor al abuelo. A través de él, entiendo mejor su resistencia a dejarse mezclar con el clima de derrota, en un entorno donde cada vez era más fácil volverse asno o español. He dicho "era", pero cuando abro el periódico me doy cuenta de que si Cataluña fuera Afganistán las lagartijas serían traficantes de armas.

Entonces pienso en las putadas que les hacía cuando era pequeño y no puedo evitar que los labios me dibujen una sonrisa circunspecta, de dragón que se acaba de comer un mosquito en la penumbra, en una noche espléndida y tranquila de finales de agosto.