Vive en el presente, lánzate en cada ola, encuentra la eternidad en cada momento”.
Henry David Thoreau

 

Sé lo que están haciendo. Sé, incluso, qué es lo que estoy haciendo yo ahora que me leen. Creo que en el fondo todos somos conscientes de lo que nos traemos entre manos, entre playas, entre aviones o entre cañas. Todos, en mayor o menor medida, estamos jugando al mismo juego.

Por eso los aeropuertos han estado al punto de colapso y hay filas para coronar el K2 o para entrar cantando en las calles de Compostela o buscando atracar en los muelles de Barcelona. Mire a su alrededor. ¿Está solo? Lo dudo. Todo el planeta parece haberse lanzado a condensar en un solo verano los felices años veinte que no fueron y nunca serán. Récords de turistas. Los taxistas locos con tanto trabajo. Los bancos alertando de que pedir créditos para el consumo, ahora que se nos viene encima la mundial, puede traer luego el crujir de dientes. Básicamente a usted le da igual. Como al de al lado que le hayan subido una burrada la cervecita que se está tomando, como si no hubiera un mañana. Hay una unánime prisa occidental por sacudirse el trago de la pandemia antes de que llegue el de la escasez, el frío y cualquier otra cosa peor que nos reserve el futuro.

Todo el mundo anda en lo mismo. Por primera vez en una década hasta los políticos han decidido dejarnos tranquilos y se han ido de vacaciones dejando por turnos a alguien de guardia que entretenga el patio. Hacía mucho tiempo que el estío no nos traía una sequía de temas a los periodistas. Que en el verano de 2016 veníamos de unas generales y en septiembre había vascas y gallegas; que en 2017 tuvieron lugar los sangrientos atentados de Barcelona; que en 2018 veníamos de la moción de censura y tuvimos la sentencia del Caso Noos y Llarena declaró en rebeldía a los expatriados y Corinna comenzó a cantar; y en 2019 tuvimos el fracaso de la investidura de Sánchez y la apertura de juicio oral a Quim Torra y el lío del Open Arms y no les cuento en 2020, el primer verano tras el confinamiento sin vacunas aún o el año pasado con la crisis de Afganistán.

Hay una unánime prisa occidental por sacudirse el trago de la pandemia antes de que llegue el de la escasez, el frío y cualquier otra cosa peor que nos reserve el futuro

¿Ven como este es el primer verano en mucho tiempo en el que podemos preocuparnos de cosas como la escasez de cubitos de hielo o unos pinchazos sin consecuencias conocidas en el ocio nocturno? Ustedes y yo sabemos que esto no es debido al fin de nuestros problemas o a la llegada feliz de los locos años veinte que todos esperábamos. Muy por el contrario somos demasiado conscientes de que tal vez lo peor está aún por venir y, precisamente por eso, el mundo parece haberse detenido durante este anormalmente cálido Ferragosto. Ustedes y yo podemos mirarnos en este momento bien dentro y después mirar hacia fuera, a nuestro alrededor, y darnos cuenta de que todos estamos asumiendo un escenario falso, un espejismo, que todos hemos convenido respetar hasta que llegue septiembre. Hacemos como que no. Hacemos como que no hay una guerra en nuestro continente, como que no hay una amenaza de racionamiento energético, como que no hay un incremento de la inflación con consecuencias para nuestra forma de vida, como que no estamos sufriendo un calor que solo puede pronosticar que nos hemos cargado el chiringuito, como que no pasa nada, cuando sabemos que todo parece apuntalado de mala manera y amenaza con caerse al mínimo empujón.

Estamos haciendo pura literatura. Escribimos nuestra modesta ficción por unas semanas, con el apoyo tácito de nuestros gobernantes que, a su vez, también hacen como si no y lejos de quedarse al pie del cañón, como otros años, se han largado a vivir su verano como si supieran que necesitan tomar aire antes de entrar en la próxima ola de la próxima tempestad.

Así que todos, los que han tenido que pedir un crédito y los que tenían ahorros de los tiempos ciegos de la pandemia y hasta los que no tienen nada o lo tienen todo, estamos jugando el mismo juego bajo un sol abrasador o en un fiordo o junto a un glaciar que se podría desplomar sobre nosotros. Todos jugamos a que no pasa nada, a vivir el presente para encontrarnos con la eternidad. Después vendrá todo. Atrás queda lo que no soñábamos ir a vivir jamás. En el futuro es posible que nos topemos con escenarios que no querríamos ni imaginar. Pero ahora es el último verano y ninguno lo queremos desaprovechar.

Ni siquiera creo que hagamos mal. No hay mal que cien años dure, dice el refrán y añade, ni cuerpo que lo resista. En esas andamos, en darle descanso al cuerpo, aunque no podamos darle alegría, para asegurarnos un respiro antes de seguir viviendo en este siglo que definitivamente ha decidido despertar. Es tan necesario y tan benéfico que ni los políticos se sienten con fuerzas para perturbarnos este paréntesis, casi podríamos decir que ni los desastres se atreven, porque más allá de los incendios también parecen haber entrado en una afortunada parálisis veraniega. Eso y que tampoco estamos por prestarle oídos a las alarmas sobre la sequía, sobre la inflación, sobre el negro invierno que se nos viene encima.

Es tan humano y tan inteligente tomar aliento que eso mismo estoy haciendo yo mientras me leen. Esta es la columna que les dejo en la fresquera mientras me empleo en fundirme con su afán de vivir este verano como si fuera el más feliz de nuestra vida. Probablemente lo recordemos con cariño, como el alivio que nos dimos de forma colectiva.

Carpe diem. Es lo que estamos haciendo todos y hacemos bien.