Ada Colau tiene una idea de ciudad y una obra de gobierno que la avalan. O que puede manipular discursivamente, más o menos, para que la avalen. La campaña electoral de las municipales en Barcelona se ha convertido en una especie de juego de los disparates y, en este contexto, el procesismo izquierdoso de la alcaldesa, que en una campaña como toca tendría que haber sido fiscalizado, ahora nos da la impresión de estabilidad. En Barcelona todavía hay desahucios —pero ahora es culpa de la Generalitat, claro—, el turismo está desbocado, los barceloneses creen que la limpieza es el segundo problema de la ciudad y el 2022 cerró con un precio récord del alquiler en la capital. Aquí hay que incluir que el catalán está en un estado moribundo y que, para intentarlo arreglar, la alcaldesa propuso una campaña de tiktokers en los institutos de la ciudad. Pero Ada Colau tiene presencia institucional y la gracia de dominar los principales temas de un debate electoral al lado de elementos dispuestos a decir la primera burrada que les pasa por la cabeza a cambio de un nanosegundo de atención del votante.

Ada Colau tiene presencia institucional y la gracia de dominar los principales temas de un debate electoral al lado de elementos dispuestos a decir la primera burrada que les pasa por la cabeza a cambio de un nanosegundo de atención del votante

Los candidatos han igualado el nivel por debajo y la alcaldesa se ha quedado en medio. Es el problema de pensar las campañas contra un fantasma, contra un monstruo; el monstruo acabas siendo tú, porque construyes tu discurso en torno a la peor idea del contrincante y, para contrarrestarlo, te posicionas siempre lo más lejos de él que sea posible. Lo haces aunque eso te lleve a defender las ideas más absurdas y del modo más extravagante. Aunque te empuje al ridículo. Mientras tanto, la alcaldesa tiene poco trabajo: parecer coherente y agarrarse al discurso vacío de la Barcelona multicultural y de los barrios que lo dota todo de un barniz de colorines especial. Y prometer árboles y aceras, claro. Colau es la mejor simplificando consignas y, llegado mayo de 2023, ha conseguido que el resto parezcan desesperados dispuestos a cualquier cosa y que baste con viralizarse una fotografía de Consell de Cent en Twitter para remar a favor de la alcaldesa.

La alcaldesa tiene poco trabajo: parecer coherente y agarrarse al discurso vacío de la Barcelona multicultural y de los barrios que lo dota todo de un barniz de colorines especial

Ada Colau hace tiempo que no llora. Parece poca cosa, pero no lo es. Tampoco lo es la forma como va vestida —a pesar de la bronca que le cayó a la alumna de Periodismo que le preguntó sobre el tema— o el distanciamiento del tono chillón y populista. Gota a gota y con una estrategia política pensada a largo plazo, ella y los suyos han conseguido que agarre la idea de que cuatro años más de Colau es el mal menor sobre la mesa. La han revestido del cargo para que, aprovechándose del instinto más conservador de todos, el de la aversión al cambio, baste con tener un abanico de candidatos mediocres en la otra balanza para convertir el "puta Colau" en un "al menos no da vergüenza". Con dos semanas puede ser suficiente para borrar los últimos cuatro años, o incluso ocho, de miedo por la llegada del Apocalipsis si seguía gobernando Colau. Con unos insultos fuertes de Desokupa y las supermanzanas terminadas a tiempo, puede ser suficiente para que nuestros amigos independentistas voten a una alcaldesa española. Todo esto, solo con un poco de pienso.

La capital está abocada a la fuerza centrifugadora del Estado y Trias y Maragall han preferido distraerse hablando del tranvía por la Diagonal que presentar propuestas palpables para parar esta inercia

Lo peor de esta campaña en Barcelona es que no ha habido ningún candidato que haya entendido que la única manera de dejar en evidencia a Colau sin parecer un simplón es poniendo el conflicto nacional en el centro del debate. Ni uno. Rechazar el papel de sucursal de Barcelona y disputar la hegemonía a Madrid no ha sido la prioridad de nadie. La capital está abocada a la fuerza centrifugadora del Estado —sobre todo en términos culturales, los más palpables en la ciudad— y Trias y Maragall han preferido distraerse hablando del tranvía por la Diagonal y el advenimiento del lobo de la sociovergencia que presentar propuestas palpables para parar esta inercia. Han preferido jugar a las consignas de Colau que construir un proyecto de ciudad que trabaje a favor del país y, en su terreno, Colau les ha ganado. No les ha ganado en términos electorales, para eso todavía quedan unos días, pero les ha ganado en términos de control de los marcos de la opinión pública. Nos hemos pasado ocho años quejándonos de lo desnacionalizada que está Barcelona y de como los catalanes nos tenemos que ir de la ciudad y al final votaremos en función de si nos gustan o no nos gustan las aceras que ha hecho Colau. Todo esto es mérito suyo y, como mínimo, se merece un reconocimiento.