Dicen que el amor no tiene edad, pero cada día hay relaciones que mueren porque no consiguen saltar la brecha generacional que las condiciona. Y cada día empiezan nuevas, muy conscientes de dónde está la grieta por donde el amor se puede colar. Me parecería absurdo hablar de eso sin manifestar que hay parejas con una diferencia de edad bastante abismal que funcionan hasta el final. Han existido a lo largo de la historia. Existen hoy. También me parecería absurdo no decir que estos casos son la excusa que utilizan cada día los que se empeñan en las contradicciones de formar parte de una unión similar para convencerse de que su caso es diferente. Me atrevería a escribir que, sobre todo, estos ejemplos los utiliza la persona que generacionalmente limita la pareja por debajo. Puede ser que todo sea una lotería de éxitos y fracasos. Si eso es así, mujer joven que me lees —porque las jóvenes son mayoritariamente mujeres— me parece que esta advertencia es de justicia.

Hay un placer sordo en abandonarse a la experiencia del otro, porque te parece que te valida la madurez y que donde tu madurez no llega, ya llega él. Es una trampa del enamoramiento

Cuando la mujer joven era yo, cualquier advertencia me parecía un ataque porque lo hacía pasar por un juicio moral. "Ama como quieras", decían, y cuando lo hacía, parecía que el mundo me cuestionaba. Me enfurecía pensar que me juzgaban a mí y no al hombre. Porque, con veinte años, si alguien te dice qué tienes que hacer y qué no, si te parece que te infantilizan, dejas de escuchar. Es lo mismo que les debe pasar a las parejas que cada día hacen esfuerzos para cuadrar sus estadios vitales desiguales en un nexo de amor que los sobrepase todos. Este es el condicionante que me habría gustado conocer de entrada. Hay un esfuerzo constante y consciente en la voluntad de saltar las diferencias generacionales. Si no existe, mujer joven que me lees, es que, inconscientemente, los esfuerzos los haces tú. Hay un placer sordo en abandonarse a la experiencia del otro, porque te parece que te valida la madurez y que allí donde tu madurez no llega, ya llega él. Es una trampa del enamoramiento. La madurez y la experiencia no son lo mismo, por muy madura que seas. En estos términos, el tablero está viciado para que la capacidad de convencerte de lo que sea, tener la última palabra y manipularte, si le conviene, siempre la tenga él, incluso si no se da cuenta de ello. Se tiene que estar muy cómodo en esta posición de poder para no darse cuenta de ello, sin embargo, en este caso, el poder es cómodo y la comodidad apaga los sentidos. De buena fe, es todo un juego inconsciente e invisible que solo se destapa si se explicita —o si el amor se cuela por la brecha.

Normalmente, estos enamoramientos desbordan, rebosan y se llevan por delante cualquier pizca de racionalidad. Más que el resto, quiero decir

Si eso no pasa, su edad te estirará hacia arriba. No se dará cuenta o no querrá darse cuenta de ello, pero si dentro de la pareja no se normaliza una dinámica de discriminación positiva —si tal existe— que considere siempre tu falta de experiencia y tus necesidades generacionales, sus necesidades pasarán a ser las tuyas. Normalmente, estos enamoramientos desbordan, rebosan y se llevan por delante cualquier pizca de racionalidad. Más que el resto, quiero decir. Sobre todo si no has vivido muchos o has vivido menos que la persona que tienes en frente. El corazón, por pura supervivencia, se adaptará a la situación. La cabeza, por pura supervivencia, te negará que te estás adaptando a nada, te dirá que te mereces una historia como esta sin alertarte del precio y te afianzará en que es tu libre elección siempre que te plantees si juegas con las mismas cartas que juega el hombre en cuestión, que la mayoría a veces no te querrá ningún mal. Una vez más, sin embargo, el infierno está empedrado de buenas intenciones. Y de buenos hombres con la capacidad de autocrítica capada.

Si del puñal consigues hacer un martillo, mujer joven que me lees, quizás y a pesar del hombre, podrás volver a clavar las estructuras de tu autoestima

Si la cosa no acaba bien, mujer joven que me lees, la última lucha que librarás en el espacio de tu diálogo interior no será contra el hombre en cuestión, será contra ti misma y contra los reproches que, ahora sí, ya estarás en posición de hacerte. Reproches por todo lo que te negaste sin darte cuenta de ello. Reproches injustos a tu incapacidad de ver que el hombre tampoco se daba cuenta de ello o no se quería dar cuenta. Reproches por haberte querido mimetizar con él tanto como fuera posible y sentirse falsamente a la altura de su experiencia. Reproches por haber dejado que el amor justificara todo el que cambiaste de ti misma para saltar una brecha generacional que él nunca se decidió a saltar por ti. Después de haberte enfadado con el mundo, haberte sacudido los juicios morales que injustamente se te hicieron y haber luchado contra el tiempo que te han quitado los caprichos del destino, la mirada que te hará más daño será la tuya. Compasiva, culpabilizadora, condescendiente contra la chica que pensó que la mejor manera de entrar en la veintena era lanzarse a los brazos de un hombre que tenía dos veintenas. Si del puñal consigues hacer un martillo, mujer joven que me lees, quizás y a pesar del hombre, podrás volver a clavar las estructuras de tu autoestima y te reconciliarás con la inocencia que ahora te parece la génesis de todos los males.