Ayer mismo, durante la protesta del campesinado y con media Catalunya inmovilizada, muchos conciudadanos compartieron en varias redes sociales un mapa de las autopistas catalanas ocupadas que me remitió con la fuerza de una magdalena a las imágenes de un tractor expulsando a la policía española de una villa el 1-O. Por la misma asociación que yo había experimentado, muchos de los catalanes que mostraban el gráfico de los campesinos paralizando el país titulaban el dibujo apelando al control del territorio. Cualquier comparación histórica es un deporte de alto riesgo, pero no hay que haber estudiado mucho el inconsciente para ver que la asociación de estas dos imágenes tiene un peso histórico fundamental; uno puede declararse escasamente nacionalista y bastante alérgico al orgullo campesino, como servidor, pero esta concomitancia indicaba una cosa tan sencilla como es la conciencia de ser propietarios de nuestro país.

Este estallido plenamente racional no es un hecho menor, pues demuestra que, por mucho que las élites del país hayan trabajado y todavía curren para destruir la memoria del referéndum, las lecciones del 1-O están bien aprendidas. Primero y ante todo, la votación manifestó que la ciudadanía organizada podía controlar perfectamente el perímetro de la nación, por mucha policía que el Estado pusiera (lo recordaré las veces que haga falta: la gran lección del día del referéndum no fueron las hostias de la policía española contra los votantes, sino la inoperatividad de las fuerzas ocupantes y el hecho de que estas acabaran retirándose de los colegios electorales, viendo que les era imposible reprimir tanta ciudadanía). Tiene gracia que el mapa al cual hago referencia fuera compartido por muchos políticos convergentes, ellos que —como así quería Jordi Sànchez— se afanaban por que la policía acabara impidiendo el curso de la votación.

Da lo mismo si pensamos en el caso del campesinado o del estado del catalán; por primera vez en mucho tiempo, los ciudadanos no hacen el llorica contra el Estado, sino que ponen el foco de la indiferencia o el incumplimiento de la ley en el propio Govern

Permitidme que conecte la reflexión con un hecho que puede parecer alejado pero que responde a la misma lógica. Durante los últimos meses, hay muchísimos conciudadanos que han utilizado las redes sociales para quejarse de haberse dirigido a un hospital donde han sufrido la negligencia y el menosprecio de una serie de médicos que no les han querido atender en catalán. Por muy mermada que esté la salud de la lengua, y por mucho que el Govern siga estimulando la castellanización de nuestros medios públicos y de la vida política en general, la ciudadanía cada vez tiene más clara la obligación que tiene la Generalitat de garantizarnos los derechos lingüísticos en los servicios básicos. Aunque tengamos la lengua jodida, insisto, las denuncias que hemos visto estas semanas, y que señalan directamente a profesionales negligentes, no se habrían producido hace diez años. Hay decadencia, cierto, pero también resistencia.

Da lo mismo si pensamos en el caso del campesinado o del estado del catalán en ámbitos como la sanidad o la educación; por primera vez en mucho tiempo, los ciudadanos no hacen el llorica contra el Estado, sino que ponen el foco de la indiferencia o el incumplimiento de la ley en el propio Govern. Dicho de otra manera, la población es cada vez más consciente del hecho de que la degradación del país no es únicamente provocada por el kilómetro cero o por los esbirros de la Operación Catalunya, sino por la indiferencia de la propia administración. El cambio puede parecer menor, pero el giro en el periscopio es de una importancia vital, ya que los conciudadanos empiezan a ser conscientes de que la independencia de Catalunya no la paró España, sino el procesismo y que el estado de la lengua podría cambiar rápidamente si nuestra administración hiciera cumplir la inmersión lingüística y llenara los hospitales de inspectores de trabajo.

Hay que hablar en catalán en Catalunya y tenemos todo el derecho a exigir que se cuide de nuestro cuerpo en nuestra lengua, hasta que la muerte nos separe. Pixapí ejemplar, no tengo ni la más reputa idea de qué quieren nuestros payeses; pero, después de haber expulsado a la pasma de nuestras calles, si lo que queremos es que se coma en catalán, en eso también ejerceré de auténtico proteccionista. Cualquier cosa antes que convertirse en un ciudadano del mundo ejemplar; un español cualquiera, vaya.