Existe un buen puñado de votantes partidarios de la independencia de Catalunya que, por primera vez, en las elecciones municipales del domingo no votará a los partidos que aún ahora se hacen pasar por independentistas, a pesar de que hace tiempo que ha quedado claro que no lo son. Se trata de electores que no apoyarán ni a ERC ni a JxCat ni a la CUP, hartos y hastiados de todos ellos, pero que de momento es una incógnita qué harán y si son muchos o pocos. ¿Se abstendrán? ¿Votarán en blanco? ¿Votarán nulo? ¿Votarán a otra fuerza política? ¿Qué porcentaje representarán de los más de dos millones de votos que se calcula que arrastra el independentismo?

Abstenerse parece la opción más radical. Es rechazar participar en un proceso electoral español que quienes así lo defienden consideran que no concierne a los catalanes. Lo que ocurre es que el resultado suele ser absolutamente inocuo a efectos de los partidos, que siempre se reparten el pastel, sea mayor o sea menor, con independencia de la participación que haya en cada elección. Si es baja, y, por tanto, la abstención sube con referencia a la anterior convocatoria, en circunstancias normales la noche electoral gesticularían un poco, harían ver lo mal que les sabe que esto pase, se conjurarían —verbo que de tanto ser utilizado por los políticos, ha acabado no significando nada— para que no se repita, y ya está. Hasta la siguiente. Pero como esta vez puede tener una innegable connotación política, pánico les produce a la vista de la reacción que están teniendo.

Votar nulo o votar en blanco no es que, en teoría, valga mucho más. El voto nulo contribuye a moderar la abstención, pero no cuenta para nada a la hora del reparto de escaños o de concejales —según el tipo de comicios que sean—, porque no es considerado un voto válido. Votar, por ejemplo, con la papeleta del referéndum del Primero de Octubre —como se preconiza desde un sector de ese independentismo contestatario— no pasará, en consecuencia, de ser un divertimento, porque los votos serán contabilizados conjuntamente con el resto de nulos y ni siquiera se sabrá específicamente qué porcentaje han alcanzado. El voto en blanco sí que tiene la consideración de voto válido y sirve para definir el tope mínimo del 3%, o del 5% en el caso de las elecciones locales, a partir del cual los partidos pueden acceder al reparto de escaños o de concejales. Esto significa que cuantos más votos en blanco haya más alto será el límite en cuestión y más difícil lo tendrán los partidos pequeños para llegar a él. Es una acción, pues, que beneficia claramente a los partidos grandes y que, además, a la hora de proceder al reparto de escaños o concejales tampoco cuenta, porque este reparto se hace exclusivamente con los votos válidos a candidaturas, de modo que los votos en blanco, aun siendo válidos, quedan expresamente excluidos. Muy distinto sería que les correspondiera una asignación de sillas vacías en la misma proporción que las llenas de diputados, senadores o concejales.

Otra salida posible es votar a otro partido, medida que de entrada también ayudaría a frenar la abstención. Un independentista, sin embargo, nunca votará a una fuerza españolista y unionista y lo máximo que haría sería apoyar a una formación pequeña, siempre catalana, hasta ahora sin presencia institucional alguna, que si superara el tope mínimo exigido para obtener representación entraría en el cómputo para hacer el reparto de escaños o de concejales, pero que a los partidos grandes, en el mejor de los casos, no les haría nada más que un poco de cosquillas. Y es que la legislación electoral vigente, española, a falta de una normativa propia que los partidos catalanes han sido incapaces de aprobar por desavenencias en los cálculos partidistas desde 1980, hace más de cuarenta años, es especialmente garantista con las fuerzas políticas, sobre todo las mayoritarias, y las protege de cualquier tipo de maniobra para disputarles el espacio.

La única forma de que una acción de estas características tuviera un cierto éxito sería que todos los votantes desengañados con ERC, JxCat y la CUP se decantaran por una sola vía en lugar de diversificar el rechazo. En Euskadi, Herri Batasuna, cuando quería aprovechar una contienda electoral para manifestar el desacuerdo con lo que fuera, daba una consigna y sus electores la seguían, por lo que sí que podía contabilizarse con bastante precisión la respuesta obtenida. Es lo que hizo en las elecciones españolas del 2000, en las que pidió la abstención y los resultados mostraron, con una bajada muy notable de la participación, que efectivamente los suyos le habían hecho caso. Un comportamiento similar es ahora totalmente impensable en el reino de taifas en que se ha convertido el movimiento independentista de Catalunya, y el resultado de la fragmentación será que la exhibición del desacuerdo, a pesar de que está ahí, quedará diluida.

Pero resulta que no son los votantes, sino los partidos los que deben rendir cuentas de su actuación.

Sea cual sea la alternativa que finalmente elija cada uno será, en todo caso, perfectamente legítima y respetable. Y aquí no tienen cabida los discursos malintencionadamente sesgados que, para intentar evitar el castigo a los partidos, literalmente criminalizan todas las conductas disidentes, que les molestan profundamente por la significación política de desaprobación que conllevan. Existen muchos tipos de estos discursos, pero básicamente circulan dos de principales. Por un lado, el que responsabiliza a los independentistas hartos de las formaciones que han dejado de tener la separación de España como bandera de permitir que puedan gobernar las fuerzas unionistas, desde el PSC hasta el PP, y a saber incluso si pasando por Cs y Vox. Por otra, el que interpreta que, si esto sucede, será la primera vez que los propios catalanes no darán apoyo mayoritario, en el marco de unas elecciones, a la independencia.

Si uno está cargado de demagogia, el otro aún más, especialmente porque si un grueso del electorado independentista protesta, no es porque de repente haya dejado de serlo, sino precisamente por todo lo contrario, por la falta de líderes y partidos realmente independentistas que le representen. Ambos discursos recurren al argumento del miedo para tratar de esquivar un correctivo que se ven venir, bien en estos comicios locales, bien en los españoles de finales de este mismo 2023, bien en los europeos del 2024, bien en los catalanes del 2025, o bien en todos a la vez. Y tanto uno como otro tienen la intención de trasladar la carga de la prueba de los partidos a los votantes y hacerles culpables de las consecuencias que se puedan derivar. Pero resulta que no son los votantes, sino los partidos los que deben rendir cuentas de su actuación.