Los actuales dirigentes de la Unión Europea (UE) y de los estados que la integran tendrán que acabar dando explicaciones, y cuanto antes sea mejor para todos, sobre las ingentes cantidades de recursos económicos que están derrochando para armar a Ucrania hasta los dientes a fin de que pueda continuar la guerra con Rusia. Mientras tanto, resulta que en muchos de estos países europeos —España es un caso paradigmático— faltan medios para atender necesidades básicas y sus responsables políticos no se cansan de lamentar que no bastan para llegar a todo el mundo y a todos los rincones. Y que nadie se equivoque, poner ambos escenarios en contradicción no es demagogia, es una pura descripción de la realidad, porque la demagogia, si acaso, es la que practican los dirigentes que permiten que esto esté ocurriendo.

No cabe duda de que Vladimir Putin puede haberse convertido en un monstruo extremadamente peligroso y que él es el único responsable de la invasión de Ucrania. Al respecto no hay discusión posible. Otra cosa es quién ha alimentado a la bestia, cuáles son las causas que han llevado al conflicto armado. Y aquí las culpas están compartidas por toda la comunidad internacional, que desde la caída de la URSS en 1991 ha menospreciado el papel y las posibilidades de la Rusia postsoviética y, sobre todo, ha incumplido los acuerdos alcanzados en ese momento según los que, ante la desaparición del Pacto de Varsovia, la OTAN no ampliaría sus fronteras hasta la puerta del comedor del Kremlin, que es justamente lo que ha hecho. Esta comunidad internacional, además, hace como si no hubiera existido la revolución conocida como el Euromaidan, entre finales de 2013 y principios de 2014, que, alentada bajo mano desde la UE, provocó el derrocamiento del presidente democráticamente elegido, el prorruso Viktor Yanukovich, y fue el origen de la guerra del Donbás. Tanta presión —una personalidad como Noam Chomsky ya advertía en 2015 de todo lo que ahora está sucediendo— ha terminado provocando esta explosión bélica de consecuencias imprevisibles, al igual que el ahogo que los ganadores de la Primera Guerra Mundial impusieron a Alemania dio alas a otro monstruo como Adolf Hitler. Nada, sin embargo, justifica las atrocidades de entonces ni tampoco las de ahora, pero debería hacer pensar, en especial a un actor destacado en ambos casos: Europa.

Quien realmente está moviendo los hilos de la conflagración armada en estos momentos son los Estados Unidos, con la colaboración entusiasta de la OTAN, que hacen bailar a Europa al son de su música y utilizan a Ucrania para que pague los platos rotos

Una Europa que, ahora con la capa de la UE, parece que no se dé cuenta de que parte de su territorio se ha convertido en el campo de batalla no de una guerra de Rusia contra Ucrania, sino de una guerra de Estados Unidos contra Rusia que se libra en Ucrania, que es muy distinto. Y es que quien realmente está moviendo los hilos de la conflagración armada en estos momentos son los Estados Unidos, con la colaboración entusiasta de la OTAN, que hacen bailar a Europa al son de su música y utilizan a Ucrania para que pague los platos rotos. Los más interesados en que la guerra continúe son Estados Unidos, que desde la distancia son quienes, muy irresponsablemente, están obteniendo más réditos. El campo de batalla lo tienen lejos, las fábricas de armamento se están forrando y los ingresos por la explotación de petróleo y gas, de los que son grandes productores, se han multiplicado exponencialmente gracias al aumento de las ventas para cubrir las necesidades que tiene Europa una vez no puede abastecerse en el mercado ruso. Con todos estos incentivos, ¿alguien piensa que tienen ganas de que el conflicto bélico se acabe?

Más aún. Si se demuestra que es cierta la teoría del prestigioso periodista estadounidense Seymour M. Hersh, según la cual Joe Biden y su equipo, con la complicidad del monaguillo de la OTAN Jens Stoltenberg, planearon y ordenaron el sabotaje de los gasoductos Nord Stream 1 y 2 antes de que Vladimir Putin diera luz verde a la invasión de Ucrania, quedará al descubierto que lo único que hay detrás de todo es una guerra sucia de Estados Unidos para apropiarse del mercado energético de Europa que hasta ahora estaba abastecido por Rusia, una guerra de Estados Unidos para intentar dejar a Rusia fuera del concierto internacional. Mientras, la UE mira la punta del dedo y no lo que señala ese dedo. Porque Estados Unidos se sale con la suya, pero quién está pagando las consecuencias del conflicto armado, obviamente después de la población ucraniana que lo sufre en carne propia —y teniendo en cuenta que los habitantes del Donbás lo hacen desde el 2014, que de esto todo el mundo se olvida—, es el resto de ciudadanos europeos, víctimas de la incapacidad de los respectivos dirigentes políticos que, con la excusa de la guerra de Ucrania, se han pensado que todo vale.

Con la excusa de la guerra de Ucrania, a los europeos les han subido astronómicamente los precios de la energía, de los alimentos y de toda clase de suministros, de la vida en general. Y, peor aún, ha sido la clave para que las llamadas democracias occidentales abrieran aún más, como quien no quiere la cosa, la puerta de las restricciones de derechos y libertades con el objetivo de señalar a quienes no comulgan con ruedas de molino y no compran el discurso oficial según el cual Ucrania es el bueno y Rusia el malo. Es todo mucho más complejo que una simple dicotomía entre blanco y negro, hay muchas tonalidades de grises que esconden una serie de responsabilidades compartidas en esta conflagración bélica que lleva más de un año en marcha y que de momento no tiene indicios de un final cercano. Es más, la escalada armamentista sigue desbocada y fuera de control, con incrementos del gasto militar en todos los países de la UE que antes nadie hubiera imaginado, para armar a un Volodímir Zelenski que nunca parece que tenga suficiente y cuya gestión, a medida que ha ido pasando el tiempo, también despierta recelos.

De hecho, ésta es la forma de prolongar eternamente el conflicto armado y el sufrimiento de los ucranianos, con el riesgo añadido que comporta de escalada y de generalización de la guerra si a alguien se le ocurre pulsar el botón nuclear. Es el camino opuesto a la búsqueda de la paz. Y, aunque cada vez son más los que se dan cuenta, todavía no son suficientes los que se atreven a denunciarlo. En Estados Unidos son curiosamente los republicanos, y no los demócratas, los que han empezado a cuestionar el papel que está jugando su país y en Europa hay demasiados silencios cómplices. Es Occidente quien ha bloqueado hasta ahora todos los intentos de mediación y quien tendrá que acabar explicando en función de qué intereses —¿quizás inconfesables?— lo ha hecho. Todo mientras China se propone de intermediaria, dispuesta a disputarle la hegemonía mundial a quien le busque las cosquillas más de la cuenta.

Vladimir Putin será tan malvado como se quiera y más. ¿Pero de verdad hay alguien que se crea que Volodímir Zelenski —que antes de ser elegido presidente de Ucrania ya había interpretado el papel en la ficción en su etapa de comediante— es de fiar? Pues eso.