Volvemos a lo de siempre. El rey Felipe de Borbón aprovecha su monólogo navideño para leer la cartilla a los políticos de su corte y el PSOE y los jueces de su cuerda claudican y aceptan a los candidatos al Tribunal Constitucional que impone la derecha. Los Borbones siempre han borboneado.

En la Sala Beckett se representa estos días la obra de Santiago Fondevila La gran farsa, subtitulada Los jueces no llevan botones rojos en la toga. El planteamiento de la obra aporta con actores de primer nivel ingredientes del teatro del absurdo, pero, quizás porque el autor también es periodista, La gran farsa se convierte en una crónica de lo que está pasando. De lo que ocurrió años y meses atrás y lo que ha pasado esta misma semana. El rey manda y el Gobierno, el Parlamento y los jueces ejercen agradecidos el poder por delegación y los partidos dinásticos se limitan a disputarse la cuota de delegación. Y el sistema funciona como una cadena de sumisiones.

La política debía ser la gestión del bien común pero se ha reducido a un espectáculo de discusiones y disquisiciones que no puede más que aburrir y alejar a la gente. Siguiendo el miércoles y el jueves los debates en el Congreso y en el Senado permitía confirmar que, desgraciadamente, el sistema político español establecido por la Constitución de 1978 ha derivado progresivamente hasta convertirse en un negocio entre particulares que se disputan los beneficios que emanan de la Corte. Varios especialistas de la ciencia política ya han señalado como una amenaza a la democracia lo que denominan la privatización de la política, que es lo que ocurre cuando los partidos, desconectados de la sociedad, se ocupan sólo de los intereses propios. En España —y a menudo en Catalunya— esto se ha convertido en una obviedad. Los debates políticos son un producto de consumo de la propia política, la competición entre partidos no tiene mucho significado para los ciudadanos, que cada cuatro años se ven casi obligados a votar resignadamente no a favor de nadie sino contra lo que más odian.

Pedro Sánchez canta ahora victoria porque la nueva mayoría en el Constitucional no será hostil a las leyes de su mandato, pero de inmediato ha dado largas a la reforma más necesaria, la que acabaría con el poder de veto de las derechas

En el caso español, el problema es más acusado porque se han apropiado del negocio del Estado muy pocas personas. La Transición consistió en una reforma del sistema oligárquico franquista, pero la legalización de los partidos políticos se hizo asegurando que el funcionamiento del Estado continuaría el esquema oligárquico, es decir, que un número muy reducido de personas, siempre al servicio de su majestad, se reservaban el poder de decisión sobre el resto.

Todo comienza con la ley electoral. Las elecciones que llamamos democráticas se organizan en candidaturas cerradas y bloqueadas. En las listas figuran los nombres de personas la inmensa mayoría desconocidas para la gente que debe votarles, porque la importancia no se sitúa ni en el elector ni en el elegido sino en el partido. De modo que el diputado electo no depende de cómo representa a los electores de su circunscripción, sino del grado de obediencia a su líder. Si es muy obediente, subirá en el escalafón a puestos mejor pagados, con dinero y con influencia. Y si desobedece o actúa con criterio propio, no repetirá como candidato. Esto tiene un efecto pernicioso. Cuando el mérito mejor valorado de un diputado es su sumisión al líder en vez de su valía, su servicio o su trabajo, la mediocridad determina la selección de personal en la política.

Sin embargo, no todo se acaba en la elección de diputados y senadores. Dos personas, los líderes de los dos principales partidos, obviamente asistidos por los directorios que les acompañan, deciden quiénes serán diputados y senadores, pero mucho más que eso. Entre ambos deciden la composición de todos los órganos de dirección del Estado, los más importantes y también los que menos, siempre con personas más obedientes que inteligentes: el Tribunal Constitucional —ahora están 6 a 5—, el Consejo General del Poder Judicial y, de rebote, el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y todos los tribunales importantes y/o superiores de ámbito territorial. Y, cómo no, el Tribunal de Cuentas. Por supuesto, el Consejo de Estado. Nada escapa a la determinación de la oligarquía política. Las empresas públicas, desde Renfe a Correos, desde Aena a Televisión Española, desde Red Eléctrica a los Puertos del Estado, desde los Paradores Nacionales a las Loterías del Estado... y a continuación tooooodos los cargos que se llaman de confianza generosamente retribuidos. PSOE y PP son sin duda las dos principales agencias de colocación del país.

Una vez descartadas las mayorías absolutas de tiempos pasados, Sánchez y las izquierdas sólo podrán gobernar con la fórmula de Gobierno Frankenstein, tal y como lo llamó el ínclito Rubalcaba, y tendrán que encontrar su propia vía más allá de la impotencia o la derechización que les ha caracterizado hasta ahora

Durante mucho tiempo, el reparto de todos estos poderes entre PP y PSOE ha funcionado con cierta normalidad, aceptándose mutuamente casi como accionistas de la misma empresa que se turnaban en el consejo de administración y aceptando algún oyente periférico de PNV o CiU para disimular. El problema ha surgido cuando la corrupción se ha generalizado prácticamente en todas las instituciones y ha hecho tambalear el sistema. En primer lugar, porque el control de poder judicial es imprescindible para proteger el sistema aunque sea corrupto, y en segundo, porque una parte de la sociedad ha reaccionado a la corrupción optando por partidos ajenos a ese sistema. El establishment político-institucional, que va más allá de la derecha —sólo hay que observar la oposición interna que tiene Pedro Sánchez en el PSOE— y se siente propietario del Estado, no está dispuesto a aceptar que se incorporen al reparto del poder nuevos partidos con vocación de cambio o incluso de régimen.

Cabe decir que Pedro Sánchez formó parte de esa reacción popular. Cuando el PSOE de Rubalcaba y el establishment hacían aguas por todas partes, Sánchez se negó a apoyar la investidura de Mariano Rajoy como le exigía la vieja guardia felipista en defensa del régimen. Y las bases militantes del PSOE prefirieron a un loco desconocido antes que lo de siempre. Evidentemente, Sánchez habría preferido un pacto estable con Ciudadanos, que no incomodaba a los poderes fácticos, pero Albert Rivera derrumbó a Ciudadanos, partido sustituido a continuación por Vox, aliado imposible para el PSOE. Así que una vez descartadas las mayorías absolutas de los tiempos pasados, Sánchez y las izquierdas sólo podrán gobernar con la fórmula de Gobierno Frankenstein, tal y como lo llamó el ínclito Rubalcaba, que en paz descanse.

El Gobierno de Pedro Sánchez canta ahora victoria porque a priori y en teoría la nueva mayoría en el Constitucional no será hostil a las leyes de su mandato, pero de inmediato Sánchez ha dado largas a la reforma más necesaria, la que debía permitir renovar el CGPJ por mayoría absoluta, que es lo que acabaría con el poder de veto de las derechas y lo que podría dar entrada a la institución a partidos que no son del sistema como Unidas Podemos, Esquerra Republicana, Bildu, Compromís, el Bloque Nacionalista Gallego, Teruel Existe y otros que surgirán.

PSOE y PP en el Congreso suman 208 diputados. Hay 142 diputados tan legítimos como los anteriores para fijar el rumbo del Estado. Si se abre el melón de las instituciones a estos últimos, todo podría ser diferente y un desafío y una responsabilidad para las izquierdas que, como decía un histórico y añorado intelectual del PSOE, Ignacio Sotelo, tendrán que encontrar su propia vía más allá de la impotencia o derechización que les ha caracterizado hasta ahora.

Que tengan un feliz año.