Horas antes de que acabara La Marató de este año, la mayoría de tuiteros se encontraban felizmente ocupados en buscar al principal culpable de su esmirriada recaudación (aproximadamente 5,7 millones de euros). La fiesta no se había ni acabado y los ciudadanos de una tribu que actualmente parece únicamente conformada por cuñados ya sabían a ciencia cierta que la principal causa de todo era la descatalanización de una TV3 que ya no es “la nostra”. Otros también lo tenían bien claro, qué coño claro, clarísimo: la culpa del ocaso eran la consellera Tània Verge y este gobierno de progres que nos habían hecho tragar una tabarra básicamente dedicada a problemas secundarios "de señoras", bien lejos del terror simbólico asexual que comporta un cáncer como dios manda. En el otro lado, las hembristas catalanas increpaban airadas a los señoros, incapaces de soltar la pasta por algo que se les aparta mínimamente de la bragueta.

Viendo este espectáculo de ira, con todo dios a la caza del chivo expiatorio al que culpar de esta aparente desgracia nacional, yo habría propuesto cambiar el tema de La Marató en directo y dedicarlo nuevamente al universo de las enfermedades mentales. Pues el único consenso que, hoy por hoy, podemos compartir los catalanes es nuestra ira desmesurada y una dependencia enfermiza por los cabezas de turco. A mí, faltaría más, esto de La Marató me parece una mandanga de pueblo incivil: vincular algo tan serio como la investigación médica a la caridad navideña (o a la solidaridad ciudadana, da lo mismo) resulta un acto tan enajenante y perverso que incluso da pereza de comentar. Esto no es ninguna enmienda a la gente que ha donado dinero al chiringuito en cuestión con la mejor voluntad del mundo, sino a los programadores que, insisto, subsumen el conocimiento de los males a un espectáculo próximo a la catequesis.

Lo que nos tendría que preocupar es esta ansia nuestra idiotizada por analizar cualquier fenómeno complejo sin ningún tiempo de espera y con la finalidad última de acabar colgando a alguien de una plaza pública

Dicho esto, cualquier persona que conozca un espectáculo televisivo de esta complejidad puede entender que las causas de una hecatombe monetaria son, como dirían los cursis, multifactoriales. Es lícito pensar —y habría que afrontar el debate— que este año TV3 ya no es un creador de imaginario emocional tan potente como hace tiempo, lo cual afecta a todas las televisiones públicas del mundo y también tiene que ver con la aparición de unas plataformas mucho más versátiles y con un presupuesto oceánico. También puede ser que la clase media de este país, castigada por la inflación de los precios, esté hasta la polla de ir regalando aguinaldos a una entidad pública, después de haber soltado el dinero de los autónomos y de los habituales robos de la administración en forma de una carga impositiva insostenible. Y también puede ser que, como todo espectáculo televisivo, La Marató simplemente se esté haciendo vieja.

Puestos a ser, también es posible que haya machos de la tribu que no tengan la más reputa idea de qué cojones es eso de la violencia obstétrica o la endometriosis y que les diera una pereza del quince buscarlo en Google porque todavía no están deconstruidos. Y puestos a imaginar, también puede haber hooligans puigdemontistas que renunciaran a poner veinte euricos en La Marató cuando vieron a Pere Aragonès explicando las dificultades que todavía pasa en su casa para regalarle un hermanito a su hija. A mí todo eso, insisto, me parece plausible; pero ninguna de estas motivaciones pueden explicar un fenómeno complejo como la bajada de este año. Lo que sí que nos tendría que preocupar, y a eso no le damos importancia alguna, es esta ansia nuestra idiotizada por analizar cualquier fenómeno complejo sin ningún tiempo de espera y con la finalidad última de acabar colgando a alguien de una plaza pública.

Antes de exigir actos sacrificiales y latigazos públicos, tendríamos que volver a abrazar la complejidad. Y también, por mucho que parezca paradójico, quizás pensar de nuevo que —muy de vez en cuando y por cosas de la vida— algunas cosas pasan simplemente porque sí. Y no hay más historia.