Si la nieve no lo impide, las niñas y niños volverán a la escuela después del paréntesis de Navidad. En este país, por cuatro motas se han suspendido las clases en otras ocasiones para júbilo de los más pequeños.

Pero la nevada no ha sido la peor amenaza a reabrir las escuelas en esta ocasión. Pues no. Son los llamamientos explícitos a no hacerlo. A pesar de que se ha dicho y repetido que con los actuales conocimientos no se habría tomado la decisión de cerrar las escuelas en marzo, persisten las voces que reclaman no abrir. Este error de percepción que comportó una decisión tan drástica como cerrar las escuelas en marzo -cierre decretado por el Gobierno a imagen y semejanza del resto de Europa- ya lo intentó arreglar el conseller Bargalló entrada la primavera. El conseller y su equipo querían recuperar la normalidad escolar antes de acabar el curso académico 2019/2020. No lo consiguieron, pero se conjuraron para hacerlo posible en septiembre.

Los vaticinios eran terribles. No fueron pocas las voces que auguraban el Apocalipsis, ni pocos los expertos que recomendaban no abrir y que exigían públicamente mantener las escuelas cerradas. Afortunadamente el conseller cortó por lo sano y asumió el reto de abrir sí o sí. Era una apuesta arriesgada. De no haber funcionado, con todos los focos pendientes del resultado, se le habrían lanzado a la yugular. Bargalló emprendió la apuesta con determinación y se la jugó. Una actitud más conservadora la habría permitido surfear, ganar tiempo. El mismo que habrían perdido los escolares. Pero fue atrevido. El resultado no pudo haber sido mejor a pesar de las enormes dificultades. Gracias también, obviamente, a la actitud y compromiso de la comunidad educativa en su conjunto, que aftrontó el difícil reto.

Ahora, de nuevo, volver a la escuela debería ser un reto de país, de un país tocado por una crisis sanitaria que ya ha derivado en crisis económica y social. Ninguna evidencia científica, al menos a estas alturas, hace pensar que la respuesta de niños y jóvenes ante el virus ha cambiado, a pesar de la aparición de nuevas cepas. En particular la británica, que aseguran es más contagiosa. Lo que sí es seguro, tan seguro como el drástico incremento de las listas del paro, es que parar las escuelas es traduciría en multiplicar la crisis económica y social y seguir haciendo mayor el bache. Parar la actividad escolar es parar medio país cuando llueve sobre mojado. Se suele decir que más vale prevenir que curar. Pero lo cierto es que determinadas recetas van más en la línea de muerte el perro, muerta la rabia.

Nadie le agradecerá al conseller que no haya dado su brazo a torcer y que ante de todo tipo de vaticinios funestos, ante la plenitud de una campaña electoral que envenena la gestión de la pandemia, haya resuelto que se deben abrir las escuelas. Como ya hizo en septiembre, en medio de feroces presiones para impedir la apertura y de terribles augurios. Yo sí le quiero agradecer, expresamente como padre de una niña de seis años más lista que el hambre y de un precioso niño de ocho años que no quiero vagando por casa quemando el tiempo delante de la tele. Gracias, conseller Bargalló. Y gracias a todos los que hoy volverán a abrir las aulas y a plantar cara a la adversidad formando y socializando el futuro.