Ahora que se está celebrando el juicio por los denominados papeles de Bárcenas y que se están practicando una serie de audiencias dentro de la comisión del Congreso que investiga la llamada operación Kitchen, muchos hablan abiertamente de corrupción y lo hacen con propiedad, si bien con una cierta delimitación del concepto que en nada ayuda a solucionar un problema que está mucho más extendido de lo que pensamos.

El concepto de corrupción a algunos les ha servido, incluso, para intentar enlodar reputaciones y acelerar procesos de órdenes de entrega en Europa, como sucede en el caso de los exiliados en que no en una sino en tres ocasiones se ha marcado la casilla de “corrupción”, en un vano intento no solo de enlodar a los afectados sino de confundir a las autoridades de los estados requeridos. De esa forma, al tratarse de uno de los delitos catálogo de las euroórdenes, se intenta que la entrega sea rápida y sin más, en relación con el president Puigdemont, Toni Comín, Clara Ponsatí y Lluís Puig.

Afortunadamente, los jueces europeos están lo suficientemente preparados como para no dejarse enredar en ese tipo de intentos ni en la banalización de un tema que es muy serio y, sin duda, las dos sentencias de Lluís Puig —7 de agosto de 2020 y 7 de enero de 2021— dejan muy claro que las conductas imputadas no son corrupción.

Para la Unión Europea, la corrupción encierra dos conductas diferentes, pero íntimamente ligadas, como son: a) prometer, ofrecer o entregar, directamente o a través de un intermediario, a una persona que desempeñe funciones directivas o laborales de cualquier tipo para una entidad del sector privado, una ventaja indebida de cualquier naturaleza para dicha persona o para un tercero, para que ésta realice o se abstenga de realizar un acto incumpliendo sus obligaciones, y b) pedir o recibir, directamente o a través de un intermediario, una ventaja indebida de cualquier naturaleza, o aceptar la promesa de tal ventaja, para sí mismo o para un tercero, cuando se desempeñen funciones directivas o laborales de cualquier tipo para una entidad del sector privado, a cambio de realizar o abstenerse de realizar un acto incumpliendo sus obligaciones.

Tales definiciones, contenidas en la Decisión marco 2003/568/JAI del Consejo, de 22 de julio de 2003, relativa a la lucha contra la corrupción, son acertadas y útiles para los fines que se persiguen con esas normas, pero, sin duda, no son suficientes.

Determinadas personas, desde sus respectivas esferas de poder, han ido haciendo uso de las funciones que tienen encomendadas y de los medios de aquellas para conseguir fines para los que ni ellos están habilitados ni tienen un carácter económico

La corrupción va mucho más allá de temas que afectan a lo meramente económico y en los últimos años se han perdido la vergüenza y las formas respecto al uso de lo público para fines absolutamente espurios.

Seguramente la mejor definición sobre lo que es la corrupción sea la que se encuentra, eso sí, como cuarta acepción, en el diccionario de la RAE: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.

Justamente esto es lo que estamos viendo, viviendo y padeciendo: cómo determinadas personas, desde sus respectivas esferas de poder, han ido haciendo uso de las funciones que tienen encomendadas y de los medios de aquellas para conseguir fines para los que ni ellos están habilitados ni tienen un carácter económico.

La corrupción, como vengo diciendo, no solo es aquello que vulgarmente se denomina llevárselo crudo, también lo es el abuso, ya cuasi sistemático, de posiciones de relevancia y poder para atacar a todos aquellos que, poco a poco, hemos pasado de adversarios a enemigos con las consecuencias que ello tiene.

Para que no quepan dudas respecto a lo que estoy hablando, creo que la definición de la RAE permite encajar en dicho concepto, el de corrupción, muchas si no todas, las actuaciones encaminadas a perseguir a los enemigos políticos adaptando normas, tergiversándolas, encajándolas a la fuerza para dar una apariencia de criminal a lo que no es y, además, todo ello con un elevado coste económico que estamos pagando entre todos.

Justamente porque también es corrupción, no podemos banalizar el concepto ni limitarlo a la definición que de la corrupción económica da la Unión Europea; la corrupción es mucho más que eso y, por ello, también mucho más peligrosa de lo que podemos inicialmente pensar.

Cuanto antes comencemos a asociar represión y corrupción, antes podremos identificar la intensidad de la perversión que representa el uso de todo lo público para la aniquilación del enemigo

Llevamos años viendo y viviendo un ambiente represivo en el cual todo ha valido, en el que se han cruzado todas las líneas rojas imaginables y, también, las inimaginables y siempre le hemos llamado represión, pero, seguramente, el concepto que mejor lo define es el de corrupción o ya, si se me permite, ambos términos lo que hacen es definir dos caras de una misma moneda: la represión es, por definición, un acto de corrupción y, por tanto, los represores también son unos corruptos.

Seguramente, cuanto antes comencemos a asociar uno y otro concepto antes podremos identificar la intensidad de la perversión que representa el uso de todo lo público para la aniquilación del enemigo, el exterminio civil del opositor.

Pero no basta con identificar el fenómeno, también es necesario combatirlo y ello desde una perspectiva de resistencia ciudadana a actuaciones que son tan corruptas como el llevárselo crudo.

En el mundo y país de la picaresca, el del Lazarillo de Tormes, siempre se corre el riesgo de confundir la corrupción con una práctica socialmente aceptada o que solo sea digna de finas ironías y de un cierto grado de indulgencia; el problema es que estamos ante un fenómeno mucho más profundo que está permitiendo llegar a cotas de deterioro de las instituciones incompatibles con lo que ha de ser un sistema democrático.

Se partió con la corrupción económica que, a su vez, fue encubierta con la sistémica. Es decir, que a través de un sistema que la ha venido tolerando, y ya levantadas las barreras morales, se ha transformado en un instrumento al servicio de grupos de poder, que, abusando de sus funciones y de los medios puestos a su servicio para, en provecho de unas concretas ideas políticas y cuotas crecientes de poder, actuar con la mayor de las impunidades y, corrompiendo normas a instituciones, aniquilar a los enemigos… En definitiva, no nos confundamos: la represión también es corrupción.