Si tras la irrupción de la Covid-19 en nuestras vidas, la consiguiente escalada fue rápida, dura, sorpresiva, dolorosa y trágica; la desescalada tiene visos de ser cualquier cosa menos un proceso guiado por estrictos criterios médicos y con la finalidad de poner en marcha, una vez más, la actividad productiva del Estado.

Como no son pocas las señales de alarma que se encienden, sería bueno e incluso muy necesario estar atentos a lo que se nos viene encima. No me refiero ni a temas de salud pública ni de crisis económica, sino al uso que se le quiere dar tanto a la pandemia como a la salida de su fase aguda.

Parto por decir que es muy difícil pedir a ningún gobierno, sea del signo que sea, que estuviese preparado para afrontar una situación como la que estamos viviendo; no solo sería ingenuo pedirlo, sino, además, ilegítimo. Cosa muy distinta es que sea cual sea el problema que se tenga que afrontar, las respuestas se den desde un marco de absoluto respeto democrático y, además, sean comunicadas de forma clara, comprensible y coherente.

Señales de alarma las hay por todos lados y basta ponerlas en línea para comprender la magnitud de estas y lo que ello puede significar en un país con escasa tradición democrática, tan escasa que, ni tan siquiera ha llegado a incrustarse en el ADN de las personas e instituciones. La cosa comenzó mal, se desarrolla peor y puede terminar fatal si no somos capaces de plantarnos y obligar a reconducir un curso que nos llevará a un punto de prometida seguridad, pero de imposible libertad.

Las señales de alarma son muchas, solo voy a centrarme en una de ellas, teniendo presente que a lo largo de estas semanas de sucesivos estados de alarma —figura jurídica a la que parece que nos tendremos que acostumbrar—, se nos ha arrastrado a un discurso según el cual “el virus no responde a fronteras”. Así, era necesario centralizar la respuesta a la pandemia, instalando un relato consistente en que la mejor forma de desescalar y volver a ponernos en marcha, es hacerlo de manera asimétrica sobre una base provincial. Es decir, los territorios no importaban, pero ahora sí van a importar, solo que serán otros.

En un estado autonómico, y que se precia de ser uno de los “más descentralizados de Europa”, no deja de sorprender que a la primera oportunidad se pretenda volar de un plumazo una configuración que viene prevista constitucionalmente, como es la autonómica, para llevarla a la dimensión provincial.

Explicaciones y excusas habrá muchas, pero piensen mal.  

de esta forma se castra el poder y la relevancia de las comunidades autónomas, lo que serviría, según algunos, para solucionar el mal llamado “conflicto territorial” con Catalunya y País Vasco

Desde el Decreto de 30 de noviembre de 1833, por el que se dividió España administrativamente en 49 provincias, ha pasado mucha agua bajo el puente y hoy su número ha crecido, pero sigue sin responder a un criterio racional y, además, con unas reminiscencias históricas que, seguramente, no son la mejor carta de presentación de un gobierno de progreso.

A grandes saltos por la historia, podemos recordar que Primo de Rivera, a pesar de sus promesas previas a acceder al poder, fue quien optó por el fortalecimiento de la provincia. Tras la victoria franquista contra la republicana, se regresó, una vez más, al viejo esquema administrativo de provincias y diputaciones que, miren por dónde, es la base territorial y organizativa sobre la cual se pretende iniciar la desescalada y, seguramente, más cosas.

No parece muy racional abordar la situación desde el ámbito provincial teniendo presente, entre otras cosas, que se aumenta el número de interlocutores y, además, que muchas de las competencias sobre las que han de bascular las soluciones son de ámbito autonómico y, por tanto, cabe preguntarse cuáles son las razones para acudir a tal solución.

Seguramente, y piensen mal, la respuesta sea metasanitaria y más bien política: de esta forma se castra el poder y la relevancia de las comunidades autónomas, lo que serviría, según algunos, para solucionar el mal llamado “conflicto territorial” con Catalunya y País Vasco. De ser esta la respuesta, sin duda, sería inadmisible y, además, un nuevo error político de imprevisibles consecuencias.

No serán pocos los que digan que no llevamos razón y que no existe ninguna intencionalidad política detrás de la decisión de bajar de la autonomía a la provincia, pero, qué duda cabe, el primer rédito que se puede conseguir no es otro que centrar el debate en la recuperación de la diluida o sustraída autonomía cuando, por ejemplo, el independentismo había superado tal fase de discusión hace ya muchos años.

De ser como digo, y piensen mal, la jugada no es del todo descabellada porque obliga a retrotraer la discusión hacia un ámbito superado para centrar los esfuerzos en la recuperación de las competencias autonómicas cuando hasta hace pocas semanas se estaba discutiendo de independencia. En esta nueva dialéctica, sin duda, algunos se sentirán más cómodos o en lo que ahora se denomina “una zona de confort”.

Seguramente para todo esto hay alguna explicación, pero piensen mal y veremos cómo solo se trata de síntomas de algo mucho más profundo y que está pasando ante nuestras narices sin que hagamos nada para oponernos

Igual las cosas no son así, piensen mal, y verán que este no parece ser el único síntoma de retroceso democrático, incluso histórico, que algunos quieren instaurar aprovechando la crisis generada por la Covid-19.

Un retroceso de estas características no parece ser algo privativo de la política, sino que se está extendiendo a otros ámbitos como, por ejemplo, el judicial, donde, recientemente, nos hemos enterado de que la Audiencia Nacional ha prorrogado, de manera automática y sin control jurisdiccional efectivo, todas las escuchas telefónicas y ambientales que tenía acordadas antes del confinamiento.

Seguramente para todo esto hay alguna explicación, pero piensen mal y veremos cómo solo se trata de síntomas de algo mucho más profundo y que está pasando ante nuestras narices sin que hagamos nada para oponernos o, sencillamente, lo aceptemos, producto del miedo infinito que esta pandemia nos ha generado.

No me cabe duda de que a partir del desconfinamiento nos encontraremos con un mundo totalmente distinto a aquel del que venimos, un mundo nuevo que a muchos asustará pero que otros intentarán aprovechar para intentar establecer una nueva realidad que de nueva tiene poco y que, lamentablemente, parece que nos llevará a los mismos conflictos que tan necesariamente deberíamos dejar en las páginas de la historia.

En definitiva, pensemos mal y acertaremos sobre hacia dónde nos pueden estar arrastrando producto no de nuestros errores sino de nuestros miedos y, en momentos como este, bien cabe recordar aquella gran frase atribuida a José de San Martín y que nunca me canso de citar: “El enemigo es grande si se lo mira de rodillas”. Pues lo mismo pasa con el virus que con el recorte de libertades.