Llevamos ya semanas en las cuales el protagonismo de las citas con las urnas lo está teniendo la Junta Electoral Central (JEC), que ha pasado de árbitro a jugador sin siquiera sonrojarse. De “velar por la transparencia y objetividad del proceso electoral”, se ha transformado en un actor que no duda en retorcer la ley para conseguir unos oscuros objetivos que nadie les ha encomendado y que, además, ponen en riesgo, justamente, la transparencia y objetividad de las próximas elecciones.

Para algunos, esta actuación de la JEC no deja de ser un esfuerzo por rendir al independentismo y, en el mismo, qué más daría que se vulneren normas por el camino. Es decir, si el fin justifica los medios, da lo mismo si eso se hace en el juicio en el Tribunal Supremo o en las resoluciones de la JEC con tal de lograr vencer al enemigo de la España añorada, de la “una, grande y libre”.

La JEC, y su abyecto comportamiento, no es más que el reflejo condensado de cómo ha venido funcionando el sistema desde la Transición, y que muchos no han querido ver pero que, ahora, está quedando en evidencia. Son muchos los años en que se han venido cometiendo tropelías de este tipo, no solo en contra del independentismo sino en contra del propio sistema democrático, solo que hacerlo disipadamente en el tiempo permite una mejor ocultación.

Lo que está pasando con la JEC no es distinto a lo que pasa con las altas instancias jurisdiccionales o con el Tribunal Constitucional, especialmente en la forma en que se eligen a los miembros tanto del Constitucional como del Consejo General del Poder Judicial y, por derivación, de los altos tribunales del Estado como son el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional. Es ese error sistémico el que permite tenerlo todo atado y bien atado, pero sin que se note.

El problema surge cuando, como en el caso actual, la última línea de defensa de la sacrosanta unidad de la nación española queda en manos de la JEC y, en su dinámica de funcionamiento, todo lo tiene que hacer al ritmo que marca un calendario electoral que se parece mucho a los relojes con los que se mide el tiempo en los partidos de baloncesto. 

Estamos ante un ritmo endiablado que, en la angustia que genera ver cómo se acaba el tiempo, impide pensar con racionalidad y buscar métodos de actuación que pasen más desapercibidos, al estilo de los que se usan en esas altas instancias jurisdiccionales y que tanto ha costado que quedasen en evidencia.

Fruto de esa presión temporal, a la JEC se le ha caído la careta y comenzó a cometer errores ya en las elecciones generales. Y en estas municipales y europeas ha perdido la vergüenza, lo que, para muchos de sus miembros, tendrá impensadas consecuencias legales y patrimoniales porque las elecciones pasarán, pero la exigencia de responsabilidad tiene otros tiempos.

El problema de fondo, que es profundo y estructural, debiera resolverse atacando la raíz del mismo y buscando soluciones que vayan más allá de lo puntual y que permitan homologar la democracia española con las europeas

La utilización espuria de un organismo como la JEC claro que tiene consecuencias, unas son generales y otras particulares. Entre las generales está el cuestionamiento claro de los procesos electorales y la pérdida de confianza en los mismos con lo que ello representa para cualquier democracia y, en términos particulares, unos se ven arrastrados injusta e innecesariamente a los tribunales y, otros, los autores de las tropelías se verán también, pero justamente en idéntica situación aquí o más allá de los Pirineos.

Sin embargo, no todo es culpa de la JEC, sino, también, de quienes la están llevando a actuar de esta forma y que, en paralelo, se presentan como demócratas. Fueron el Partido Popular y Ciudadanos los que abrieron la caja de Pandora pidiendo a la JEC que les sirviese en bandeja la cabeza del president Torra y, para ello, no dudaron en hacer las trampas que fuesen necesarias sin, siquiera, importarles cuánto daño harían a la bandera, a la nación y a la Constitución... es decir, a su santísima trinidad.

Ciudadanos y Partido Popular llevaron una denuncia en contra del president Torra a la JEC cuando eran perfectos conocedores de que la competencia para resolver sobre esa denuncia recaía en la Junta Electoral Provincial. Lo hicieron porque en la JEC tenían todo atado y bien atado y en la Provincial las cosas no pintaban así.

A partir de ese momento, ya “sus hombres” en la JEC se encargaron del resto pensando que nadie se daría cuenta de la ilegalidad y que, por tanto, no nos enteraríamos ni de la maniobra ni de la nulidad de la resolución mediante la cual sirvieron, en bandeja de plata, la cabeza del president Torra a la fiscalía que tendría que ser, finalmente, la que lo afinaría... dicho, claro está, en términos del propio PP.

La criminalización del president Torra estaba en marcha y, ahora, esperan que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) materialice la ejecución que tanto desean. Esa es la concepción que tienen del Estado y de lo que es la democracia sin preocuparles que la maniobra fuese descubierta porque, para esos casos, tienen amplios tentáculos en diversos medios de comunicación que están dispuestos a destruir el sistema democrático a cambio de salvar “la unidad de la nación española”.

En todo caso, presumir que el TSJC va a ejecutar los designios de un plan tan chapucero es mucho presumir y, además, pensar que esta partida no se jugará en diversos escenarios judiciales tiene, igualmente, mucho de soberbia. El TSJC ya se ha dado cuenta y ha tomado cumplida nota de que el acuerdo de la JEC, sobre el cual se ha construido toda la imputación del president Torra, es tan nulo como aquel que pretendió apartar de las listas electorales al president Puigdemont y a los consellers Comín y Ponsatí.

Una causa penal por delito de desobediencia no se puede construir sobre el dictado de un acuerdo nulo de pleno derecho, como el que emanó de la JEC el 11 de marzo y el 18 de marzo, que se pretendió que el president de la Generalitat acatase, sin más. La “orden” emitida a la más alta autoridad de Catalunya provino de un acuerdo que fue dictado por un órgano manifiestamente incompetente (y nunca mejor dicho); por lo que el recorrido de esta imputación, al menos en democracia, debería ser muy corto.

Ahora bien, el auténtico problema sistémico no se resuelve con el sobreseimiento del president Torra como tampoco se resolvió con la reinclusión en las listas europeas del president Puigdemont y los consellers Comín y Ponsatí. El problema de fondo, que es profundo y estructural, debiera resolverse atacando la raíz del mismo y buscando soluciones que vayan más allá de lo puntual y que permitan homologar la democracia española con las europeas... Una democracia es algo más que votar cada tanto tiempo.

Hay que ir a Europa porque es en Europa donde están las mejores garantías para democratizar España y garantizar los derechos de los catalanes y del conjunto de los ciudadanos de las diversas naciones que componen el Estado en su actual configuración

La intensidad de las citas electorales está poniendo en evidencia, de manera acelerada y a ritmo de infarto, las costuras del régimen del 78. Y, ya después de las elecciones, la siguiente prueba que habrá de superarse es la del respeto a las garantías de los parlamentarios electos y, específicamente, las de los europarlamentarios. 

España tendrá que decidir si quiere hacer de los escándalos de la JEC una excepción o los transformamos en una norma de funcionamiento, pero, en todo caso, lo que ha de tenerse presente es que, por mucho que algunos así lo crean, la tierra no es plana ni acaba en los Pirineos y en materia de elecciones europeas la tierra comienza justo donde algunos creen que termina.

A los miembros de la JEC que hayan podido delinquir se les exigirán sus responsabilidades allí donde hayan causado daño, lo que no nos limita a la jurisdicción española. El auténtico problema no es la JEC, sino los riesgos sistémicos que tantas veces hemos denunciado y que, a partir del próximo 26 de mayo, se pueden volver a poner en evidencia.

Como si las tropelías de la JEC no fuesen bastantes, ahora viene lo siguiente y no son pocos quienes dicen que el president Puigdemont y los consellers Comín y Ponsatí no podrán ser investidos parlamentarios europeos porque, primero, tienen que recoger sus actas en Madrid y serían detenidos y, luego, el Supremo lo “afinaría”, tal cual “ha afinado” que los actuales diputados y senador electos no puedan salir de prisión para realizar el trabajo para el que fueron votados. 

Lo están intentando por tierra, mar y aire, pero, como digo, la tierra es redonda y, en este caso, comienza más allá de los Pirineos y, es allí, donde habrá que llevar este y todos los problemas estructurales del sistema que se han puesto en evidencia a partir de la voluntad soberanista de una amplia mayoría del pueblo catalán.

Hay que ir a Europa porque es en Europa donde están las mejores garantías para democratizar España y garantizar los derechos de los catalanes y del conjunto de los ciudadanos de las diversas naciones que componen el Estado en su actual configuración. 

Hay que ir a Europa, y hacerlo bien representados, para que estos problemas sistémicos puedan ser tratados allí donde se puedan generar respuestas que obliguen a avanzar hacia un sistema homologable al del resto de países de nuestro entorno. 

Llegar a Europa y ser parlamentarios europeos es algo que solo depende de los ciudadanos, ya que ejercer de parlamentarios en Europa no es cuestión de actas ni de juramentos absurdos es, simplemente, una cuestión de votos y si los obtienen, nosotros nos encargaremos del resto igual que ya lo hemos hecho en Bélgica, Escocia o Alemania... Esto, y no otra cosa, es lo que realmente les preocupa y les ha llevado a perder hasta la vergüenza.