Desconozco las auténticas razones que llevaron al fracaso el primer intento de investidura de Pedro Sánchez y, seguramente, muchos tendrán más y mejor información al respecto, pero creo que de esta fallida investidura sí que se puede sacar una conclusión: no debemos confundirnos pensando que un gobierno de uno u otro signo generará algún tipo de diferencia respecto a cómo se tratará, a lo largo de la próxima legislatura, el conflicto entre Catalunya y el Estado.

Si en España gobierna la derecha o el centro-izquierda solo afectará a las formas pero no en el trato que, de fondo, se dará al conflicto y, en ningún caso, influirá sobre la situación de los presos porque esta no está ni ha estado en manos del gobierno sino del Tribunal Supremo, que tiene su propia agenda política y a la que la investidura de uno u otro gobierno poco le preocupa y menos aún le afecta.

No son pocos los que, erróneamente, creen que con un gobierno de Pedro Sánchez la cosa se podrá arreglar con mayor facilidad que con uno del trifachito y, en apariencia, podrían tener razón, pero el auténtico problema será difícil de resolver fuera del cauce en el que se encuentra ahora: el judicial y, ahí, las lógicas y dinámicas poco o nada tienen que ver con las de la política, aún cuando también sean políticas.

La lógica que funciona en la política nada tiene que ver con aquella que se aplica a nivel judicial y, mucho menos, la que se tiene en cuenta en las altas instancias jurisdiccionales españolas que se mueven por derroteros muy distintos. A esas altas instancias jurisdiccionales poco o muy poco les importa quién gobierne porque, en el fondo, saben que el poder lo siguen teniendo ellos y que, al final, todo es cuestión de hacérselo saber a quien termine gobernando.

Marchena, que es quien ostenta el poder, sabe que gobierne el PP o gobierne el PSOE terminará presidiendo el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Supremo y, por eso, poco le importa cuál de los dos partidos termine formando gobierno. Tal vez le preocupan más los tiempos que el quién, ya que eso sí puede interferir en su agenda, que no en sus planes.

En la agenda de Marchena hay tres hitos ya definidos: la apertura del año judicial, la renovación de su cargo como presidente de la Sala Segunda y, finalmente, la elección como presidente del CGPJ, en ese mismo orden, faltándole solo saber la fecha del último. Entre esos hitos podrá acomodar día, hora y forma en que haga pública la sentencia del procés, cuyo contenido solo conoce la Sala de Enjuiciamiento... Bueno, y algunos más.

Sí, no sólo la Sala parece estar al tanto de cómo saldrá la sentencia, ya que la inefable Carmen Calvo declaró esta semana que “Nos preocupa tener un gobierno en funciones ante la situación que se generará cuando se conozca la sentencia”, frase que no puede interpretarse como una injerencia del ejecutivo en el judicial sino, más bien, como una indiscreción del judicial hacia el ejecutivo y, además, como parte de un proceso de negociación política que nada tiene que ver con la formación del Gobierno de España sino del Gobierno de los jueces.

Calvo no ha sido ni hábil ni discreta, tampoco lo fue con la propuesta de Podemos filtrada a los medios después de haberla alterado, pero, sin duda, ha dejado entrever lo que se está cociendo y el escaso margen de maniobra, igual ninguno, que tiene el gobierno ante una sentencia que, entre otras cosas, les marcará la agenda política de la próxima legislatura.

El único poder del Estado con capacidad para solucionar el problema es el Tribunal Supremo y, además, ni tiene intención ni alicientes para resolverlo

No es el Gobierno el que le marca el camino al Supremo sino éste el que le informa de cómo van a ir las cosas para que se adapten a lo que ellos han decidido... Un poder, el judicial, que carece de cualquier “contrapeso” o “contrapoder” informa, no negocia, con otro poder, el ejecutivo, que aún no parece comprender que los resultados electorales no le permiten actuar como si aquí siguiese siendo una política de dos.

La agenda política del Estado la viene marcando, desde hace tiempo, el poder judicial —mejor dicho las altas instancias jurisdiccionales— y eso tiene ya algunas consecuencias visibles y otras que veremos en los próximos años. Pensar que la cosa funciona al revés es no entender lo que realmente ha sucedido y lo que está por suceder.

Pensar, como hacen algunos, que un problema político, ilegítimamente judicializado, podrá resolverse a través de la negociación política o de las concesiones políticas de diversa intensidad es un error de una ingenuidad tremenda porque ninguno de los partidos estatales tiene, en estos momentos, margen alguno de actuación ante el poder desplegado por el Tribunal Supremo y el control que este tiene de la agenda política y de las agendas de los políticos.

El control de la agenda política seguirá estando en manos del Tribunal Supremo mientras no se aborde una auténtica reforma del sistema judicial y ello por dos motivos: primero, todos los procesos penales en contra del independentismo y aún pendientes se cierran, en última instancia, en el Tribunal Supremo y, segundo, no existe, en el ordenamiento interno, ningún tipo de contrapeso al poder que tiene dicho Tribunal.

Un poder sin contrapesos termina por impregnarlo y controlarlo todo, incluso aquello que, en apariencia, excede su ámbito de competencias y los ejemplos son múltiples pero no está de más recordar algunos: mientras los catalanes votaron una vez el 21-D, Llarena lo hizo en tres ocasiones y en sentido opuesto a como lo hicieron los ciudadanos de Catalunya; mientras los catalanes eligieron a una serie de representantes a Cortes Generales, Marchena votó en sentido contrario (sí, ahí contó con la complicidad de Meritxell Batet), mientras los ciudadanos europeos residentes en España votaron al president Puigdemont, a Junqueras y a Comín; el Tribunal Supremo, tanto Llarena como Marchena, han votado en sentido contrario impidiéndoles acceder, por ahora, al pleno ejercicio del cargo para el que fueron elegidos.

En resumidas cuentas, si no somos capaces de darnos cuenta dónde radica el auténtico poder y cuál es su agenda, será muy difícil abordar la búsqueda de soluciones viables que, además, no conlleven indebidos entreguismos, servilismos y renuncias que los ciudadanos no están dispuestos a secundar.

No profundicemos la confusión: Pedro no quiere pero, además, tampoco puede. El único poder del Estado con capacidad para solucionar el problema es el Tribunal Supremo y, además, ni tiene intención ni alicientes para resolverlo tanto por cuestiones ideológicas como de ejercicio real de poder. Olvidándonos de los principios democráticos, ¿qué mayor poder que marcar la agenda política sin presentarse a ninguna elección?