Ante los brutales ataques de propios y extraños que está sufriendo estos días mi amigo Josep Alay me gustaría salir en su defensa, pero creo que con su entereza, compromiso, inteligencia y valentía no me necesita, más allá de rescatar lo que es esencial de un caso que se está convirtiendo en costumbre: el acceso ilegal, indiscriminado e ilegítimo a los teléfonos móviles de, por ahora, independentistas catalanes y aquellos que defendemos sus derechos.

La Guardia Civil, con el beneplácito del Juez Aguirre y sin ningún tipo de justificación, razonamiento ni norma que le ampare se apoderaron, el 28 de octubre de 2020, del móvil de Alay —también de más gente, tal cual un año antes había hecho la policía nacional con mi propio móvil—.

En ambas ocasiones la excusa fue el intentar, prospectivamente, indagar sobre la posible comisión de un delito… la realidad es muy distinta: solo pretendían inspeccionar conversaciones privadas y practicar algo que en Turquía pasa muy a menudo, el espionaje político.

¿Qué se llevaron del móvil de Alay o del mío? Todas nuestras comunicaciones, nuestros datos, nuestros recuerdos, nuestras agendas, nuestras fotos, etc. y nada de eso lo ha sido para investigar hechos concretos, ni tan siquiera delitos, lo ha sido única y exclusivamente para, primero, espiarnos y luego intentar desprestigiarnos.

Lo que ha pasado con nuestros móviles no solo nos afecta a nosotros sino a todos aquellos que se han comunicado con nosotros. Pero, aparte de a ese amplio colectivo, también afecta al conjunto de la sociedad porque se han traspasado líneas rojas que marcan la diferencia entre los sistemas democráticos y aquellos que no lo son.

Con el conjunto de datos, descontextualizándolos, reordenándolos y suprimiendo todo aquello que perjudicaba al relato que pretendían montar han generado un informe, supuestamente de inteligencia, que solo demuestra la esencia del caso: el espionaje político.

Finalmente, cuando el propio fiscal del caso considera que estamos ante una práctica ilegal, en lugar de cesar en ella, se ha procedido a filtrarla a un par de “periodistas” sin escrúpulos que, amparados en la credibilidad del medio en el que trabajan, proceden a construir un relato que solo se justifica porque o están muy bien pagados o no son conscientes del daño que hace al propio sistema del cual se presentan como principales defensores… no sé qué opción se da en este caso.

Como ha dicho un periodista, nada sospechoso de ser, siquiera, cercano al independentismo: “ni siquiera soy capaz de imaginar donde puede haber delito ni por qué se divulgan estas conversaciones que violan la intimidad sin justificación” y es que, justamente, de eso va la historia, de vulnerar el derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones con finalidades políticas.

El tema no va de Alay, ni de mí, ni de los otros muchos afectados en dicha pieza separada, sino de derechos fundamentales y frente a cualquier vulneración de estos solo caben dos posturas: estar con los perpetradores o con las víctimas

Nadie, absolutamente nadie resistiría el escrutinio de sus comunicaciones y su intimidad de forma masiva —nosotros dos lo hemos resistido— , y por eso los ordenamientos jurídicos democráticos lo prohíben, aunque eso no ha sido impedimento para la divulgación masiva de datos de un procedimiento que era secreto y que nunca debió existir.

¿Se imaginan qué saldría de un análisis masivo del teléfono, por ejemplo, de Redondo o Bolaños como asesores que han sido de Pedro Sánchez? Seguro que veríamos muchas cosas, algunas de ellas interesantes y otras muy interesantes, pero, sinceramente, no me interesa conocer esos datos porque sería tanto como romper las reglas del juego.

Es más, ¿se imaginan qué saldría, por ejemplo, del análisis masivo de los teléfonos de los dos periodistas del New York Times que han escrito, al dictado, la crónica aparecida estos días? Seguramente saldrían datos sobre sus reuniones con altos mandos españoles, con importantes personalidades de la extrema derecha o con más de algún ex alto cargo del gobierno central… La verdad, tampoco me interesa porque prefiero vivir en una sociedad democrática en la que las reglas se respeten.

Que la extrema derecha y un importante sector de los medios nacionalistas españoles hagan uso de estos datos es algo que no me extraña, pero que hayan surgido importantes críticas, desde sectores supuestamente independentistas —no a la dinámica delictiva del espionaje político, sino a los mensajes descontextualizados y mutilados que se han publicado— es algo que no deja de sorprenderme por el marcado carácter colaboracionista que conlleva.

Muchos de esos “críticos” ni tan siquiera se han dignado a contrastar la información, han tirado a degüello, especialmente contra Alay, para ver fortalecidas sus posturas, incluso a costa de legitimar la represión. Eso, en términos claros, se llama colaboracionismo.

En lo personal, sinceramente poco me importa lo que publiquen, porque de mí se ha dicho de todo o casi de todo y, sin embargo, al final todo termina siendo falso y orientado a lo mismo: debilitarnos en la defensa que estamos haciendo del exilio y ello por un único motivo: vamos ganando y ganaremos.

El problema, el auténtico problema, no son ni la intimidad de Alay, ni la mía, ni la de ninguno de los muchos afectados por la viciosa causa general que está llevando a cabo el Juez Aguirre con un sector antidemocrático de la Guardia Civil; aquí lo que realmente está en juego es la esencia de un sistema democrático, que se fundamenta en un paquete de derechos entre los que ocupan un papel destacado el derecho al secreto de las comunicaciones y a la intimidad personal.

Se han cruzado todas las líneas rojas y en ese proceso se han embarcado no solo quienes se apropiaron y filtraron los datos sino también los insignes divulgadores de estos que no se han parado, ni un minuto, a pensar si la historia tiene la más mínima lógica, si tiene el más mínimo sustento o siquiera, si existe una historia… les ha dado lo mismo.

Las pruebas son evidentes: la pieza separada ‘teléfono Alay’ era secreta hasta el jueves 2 de septiembre y, como mínimo, el 31 de agosto los dos “plumillas” del New York Times ya disponían del contenido de dicha pieza, no por investigar sino porque se lo filtraron, y eso es, claramente, un delito de revelación de secretos y habrá que buscar a los responsables tanto en el Juzgado como en la propia Guardia Civil.

Insisto, el tema no va de Alay, ni de mí, ni de los otros muchos afectados en dicha pieza separada, sino de derechos fundamentales y frente a cualquier vulneración de estos solo caben dos posturas: estar con los perpetradores o con las víctimas. No hay margen para la equidistancia, que cada cual saque sus propias conclusiones. Seguimos.