Para que nadie se confunda, insistiré, una vez más, en algo que es importante, tal vez esencial: tengo muy claro quién es el autor del crimen de agresión (de acuerdo con el artículo 8 bis del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional) en el caso de la guerra en Ucrania. Las causas, motivaciones o razones que han llevado a tal delito son diversas y no lo justifican, cosa distinta es que lo expliquen, y esta distinción es muy relevante, aun cuando muchos no lo quieran ver.

Dicho lo anterior, que parece ser necesario repetir cada vez que se va a dar una opinión que puede considerarse fuera de los cauces aceptados en estos momentos, creo que hay cosas que no estamos viendo o que no queremos ver, pero que, más temprano que tarde, nos pasarán una factura tremenda y que no tengo claro en qué momento querremos enfrentar, como son tanto el recorte de derechos y libertades y una rusofobia que ya resulta preocupante a la par de injusta y ambos temas están íntimamente relacionados.

En la espiral belicista en la que nos han embarcado, en un proceso desquiciado de sanciones en función del origen nacional y sobre la base de una desmedida propaganda, se ha comenzado a justificar cualquier tipo de medida que vaya dirigida contra ciudadanos rusos, unos seguramente vinculados a Putin y otros muchos simplemente por ser rusos.

Esta dinámica, que terminará por reventar las costuras de la Unión Europea, al menos de aquella en la que algunos creemos como una Europa de los ciudadanos, tiene otras externalidades que no estamos viendo o no estamos valorando en su justa medida y que guardan relación con la implantación de un desmedido odio a lo ruso, con las consecuencias que ello tiene para muchos inocentes.

Las dinámicas propagandísticas tienen muchas consecuencias, pero una muy clara es la estigmatización de todo aquello que huela a ruso y, por mucho que no queramos verlo, es así.

Hace unos 10 años, unos grandes amigos fueron a Rusia a terminar un largo y complejo proceso de adopción de una niña que desde que llegó nos robó el corazón a todos. Venía de Rusia, no hablaba ni media palabra de castellano y ambas familias nos juntamos, nada más llegar ellos de Rusia, para que ―la llamaré Natasha― tuviese su primer contacto directo con otra niña de su misma edad, nuestra hija.

La estigmatización en función del origen es un proceso muy difícil de revertir y si queremos que al final de este conflicto no salgamos dañados, deberíamos pensar en centrar nuestros esfuerzos criminalizadores y nuestros odios en aquellos que tengan algún tipo de responsabilidad en lo sucedido

Fue un día inolvidable, un día en que sus padres estaban descubriendo el ser padres y nosotros éramos testigos de excepción de un proceso por el cual, en los últimos años, han pasado más de 12.000 niños procedentes de Rusia. Fue una jornada amena, más bien entretenida y, la verdad sea dicha, ninguno de los adultos presentes sabía muy bien qué esperar ni cómo actuar, pero las dos niñas, Natasha y Elena, sí que supieron lo que tenían que hacer: actuar como niñas y pasárselo bien.

No tengo claro qué recuerdos tendrá de ese día Natasha, pero sí tengo muy vivos los míos: lo feliz que se la veía y el cómo iba descubriendo cosas que, para nosotros, eran habituales y, para ella, toda una novedad.

Con el paso de los años la amistad no solo ha ido creciendo, sino que nos hemos acostumbrado a convivir y, gracias a la inteligencia de sus padres y de la propia Natasha, siempre se ha tratado con naturalidad el tema de su origen: es rusa y ella siempre se ha sentido orgullosa de ese origen, así de sus padres, nuestros amigos… españoles de toda la vida.

Desde que comenzó la invasión de Ucrania no hemos dejado de pensar en Natasha y en cómo será su vida a partir de una situación en la que no tiene culpa alguna, no tiene vinculación alguna y de la que ni ella ni la gran mayoría de rusos tiene ningún tipo de responsabilidad.

Sí, ahora, cuando se han perdido las razones y las barreras, cuando estamos criminalizando todo lo ruso y teniendo muy presente a nuestra querida Natasha y a esos miles de niños españoles de origen ruso con los que a diario convivimos, es un buen momento para pensar si estamos haciendo lo correcto y cómo esa implantación del odio nos puede terminar pasando factura.

La estigmatización en función del origen es un proceso muy difícil de revertir y si queremos que al final de este conflicto no salgamos dañados de forma irremediable como sociedad, deberíamos pensar en centrar nuestros esfuerzos criminalizadores y nuestros odios en aquellos que tengan algún tipo de responsabilidad en lo sucedido en lugar de hacerlo en contra de un pueblo que, segura y mayoritariamente, no está de acuerdo con lo que está pasando.

Odiar, criminalizar, perseguir y estigmatizar todo lo ruso o relacionado con Rusia es un ejercicio irresponsable, vil y pernicioso que, más temprano que tarde, terminará por instalarse y hará la convivencia de miles de niños españoles tremendamente compleja.

Natasha no es única, insisto, sino que ha venido acompañada de varios miles de niños que habiendo sido adoptados en Rusia en las últimas dos décadas, hoy son tan españoles como el que más y, sin embargo, por egoísmo, irresponsabilidad y bajeza moral terminaremos estigmatizando por nuestra natural tendencia a desperdigar el odio indiscriminadamente dirigiéndolo hacia un pueblo en lugar de, si así se cree oportuno, centrarlo en los auténticos responsables de lo que se está viviendo en Ucrania en estos momentos.

Odiar es sencillo, diseminar el odio también lo es y para ello no hay mejor caldo de cultivo que una información parcializada, generalista, irresponsable y tendenciosa que pone el objetivo, consciente o inconscientemente, en un pueblo que no nos ha hecho nada malo, que nos ha aportado como civilización grandes cosas y a España le ha dado varios miles de niños que, como Natasha, no merecen que se les estigmatice por razón de su origen, sino, muy por el contrario, que se les ayude a que sigan sintiéndose orgullosos del mismo. Si no somos capaces de garantizar esto, entonces no sé cómo podemos seguir hablando desde una suerte de superioridad moral que sería más aparente que real.

Las guerras envilecen, de eso no tengo duda, pero no es necesario que lo llevemos a extremos tales como el que estoy planteando aquí, porque los padres de Natasha, como los de otros varios miles de niños españoles nacidos en Rusia, tienen derecho a estar tranquilos cuando sus hijos se marchan al colegio, tienen derecho a no preocuparse por si van a ser o no víctimas de algún tipo de bullying o estigmatización y, además, Natasha, y esos miles de niños de los que estoy hablando, tiene derecho a tener una vida igual a las de sus compañeros de clase y que jamás se les confunda con quienes hacen la guerra, porque ella, estoy seguro, mantendrá esa sonrisa que tanto la caracteriza y siempre hará la paz.