A lo largo de estos últimos cuatro años no son pocas las ocasiones en que he escrito, también hablado, sobre la represión que se sufre en Catalunya y, en muchas ocasiones, la he vinculado a la condición de minoría nacional dentro del estado español. La sentencia del Tribunal Supremo, que tiene su origen en una anterior del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, es una muestra más de cómo el estado español trata, desde diversas perspectivas y dimensiones, a las minorías nacionales. La represión tiene muchas formas de expresarse y esta no es más que otra de ellas.

Algunos, los de siempre, tienen muy claro que el tema del idioma no es un campo de batalla menor, sino uno donde han de hacer grandes esfuerzos para intentar diluir lo catalán dentro de lo español. Seguramente quienes así lo piensan actúan más por instinto que por conocimiento.

Humboldt, viajero incansable y adelantado para su tiempo, afirmaba, probablemente por influencia de su hermano menor, que hablaba más de nueve lenguas (alemán, griego, latín, inglés, español, vasco, húngaro, checo y lituano), que "la verdadera Patria es el idioma" y razón no le faltaba.

Chinghiz Aitmátov decía, hace más de 50 años: “La inmortalidad de un pueblo reside en su lengua. El idioma de cada pueblo es un valor humano general. Cada lengua representa una creación del genio humano. Por tanto, no debemos desdeñar ninguna, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca o el grado de desarrollo que haya alcanzado. En determinadas condiciones favorables, cualquier lengua puede lograr su perfección a través de su evolución interna y de las influencias que recibe directa o indirectamente. La lengua materna es, en realidad, como una madre a la que se debe gratitud, esa misma deuda que uno tiene hacia su propio pueblo, del cual ha recibido la vida y el mejor regalo que se pueda hacer: la lengua”.

A Aitmátov ​tampoco le faltaba razón y lo exponía en un contexto muy interesante a efectos del respeto y la conservación de los distintos idiomas como parte de la identidad de las diversas naciones: era la época de las repúblicas soviéticas y el cuestionamiento de si debía unificarse el idioma de todos esos pueblos o hacer convivir el ruso y las lenguas propias de cada república. Triunfó la segunda de las opciones.

De hecho, diez años después, el mismo Aitmátov sostenía: “Es necesario cuidarse de los criterios que abogan por una integración a costa de la pérdida de las cualidades nacionales y de las particularidades de cada cultura” y ello porque, incluso viendo el problema desde una perspectiva expansionista, colonizadora si se me permite el término, como es la propia del nacionalismo español, “tales razonamientos confunden el fondo del problema. Para que la unidad dé frutos en favor de cada una de las partes, los pueblos y las culturas deben poseer diferencias. La identidad absoluta, la pérdida de la originalidad de cada uno haría imposible el enriquecimiento mutuo, con lo que desaparecería la necesidad misma de la unificación”.

Lo que se ha resuelto atenta directamente contra el núcleo duro o esencial de lo que es la Unión Europea y solo desde una perspectiva de abierta rebeldía hacia la Unión y el derecho europeo se pueden entender sentencias como las del TSJC, primero, y el Supremo, ahora

En la actualidad, y dentro del club europeo del que por ahora seguimos siendo miembros, la pluralidad cultural y, por ende, lingüística también es una preocupación y así se recoge a lo largo de marcos jurídicos tan relevantes como el Tratado de Lisboa y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.

A nivel de Tratado de Lisboa, la Unión persigue, entre otros objetivos, “acrecentar la solidaridad entre sus pueblos, dentro del respeto de su historia, de su cultura y de sus tradiciones” y se fundamenta “en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías”.

Es por ello por lo que “la Unión respetará la riqueza de su diversidad cultural y lingüística y velará por la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural europeo”.

A nivel de Tratado de Funcionamiento, se compromete a garantizar un “desarrollo de una educación de calidad fomentando la cooperación entre los Estados miembros y, si fuere necesario, apoyando y completando la acción de éstos en el pleno respeto de sus responsabilidades en cuanto a los contenidos de la enseñanza y a la organización del sistema educativo, así como de su diversidad cultural y lingüística”.

Por esto, la acción de la Unión se encaminará a “desarrollar la dimensión europea en la enseñanza, especialmente a través del aprendizaje y de la difusión de las lenguas de los Estados miembros”.

Todo ello para contribuir al “florecimiento de las culturas de los Estados miembros, dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve al mismo tiempo el patrimonio cultural común” correspondiendo al Consejo pronunciarse respecto de acuerdos y temas que “puedan perjudicar a la diversidad cultural y lingüística de la Unión”.

Dicho más claramente: lo que se ha resuelto atenta directamente contra el núcleo duro o esencial de lo que es la Unión Europea y solo desde una perspectiva de abierta rebeldía hacia la Unión y el derecho europeo se pueden entender sentencias como las del TSJC, primero, y el Supremo, ahora.

No hay nada que enriquezca más que el conocimiento y manejo de distintos idiomas, lo que permite, entre otras cosas, acudir a diversas fuentes de sin tener que pasar por el tamiz de las traducciones. Tal riqueza es, entre otras cosas, lo que se pretende cercenar con resoluciones judiciales que, desde una visión monocolor de la realidad, pretende rescatar la esencia de lo español a costa de la cultura y la lengua de una minoría nacional que se ha vuelto incómoda desde el momento mismo en que tomó conciencia de su propia fuerza, de sus señas de identidad y de su derecho a decidir.

Pero este tipo de resoluciones, que no son otra cosa que reacciones ante una realidad incomprendida, no deben sorprendernos, son propias de quienes se enfrentan, esta vez desde una perspectiva de derechas o de extrema derecha, a una realidad miserable ante la que pretende contraponer, mediante un falso rescate de un pasado glorioso, una realidad falsa y aparente… por ello idealizada.

En cualquier caso, y pese a quien le pese, la lengua se defiende enseñándola, pero, sobre todo, hablándola, por lo que solo quien asuma como legítima una resolución que, por entrar en colisión con el derecho de la Unión, no lo es, habrá asumido que el catalán puede ser una lengua reprimida; por el contrario, quien, desde otro marco mental, asuma que entre los derechos consustanciales de cualquier minoría nacional se encuentra la defensa y promoción de la lengua propia, actuará en consonancia con los derechos de los que se es titular. Al idioma le pasa como a los derechos: se defiende y consolida ejercitándolo.