Han tenido que suceder muchas cosas, incluso amenazas directas a ministros y exmiembros del Gobierno, como Pablo Iglesias, para que algunos se den cuenta de algo que veníamos diciendo desde hace ya años: el fascismo, que nunca terminó por marcharse, es una realidad en España y ha de ser combatido con todos los medios a nuestro alcance.

El origen del problema no es unívoco, son muchas las causas y conociéndolas igual somos capaces de reconducir la situación o, al menos, tener claro a qué nos enfrentamos.

En primer lugar, ha de tenerse presente que el buenismo propio de la Transición y las ansias por salir del franquismo —pero sin acabar con él—, llevaron a España a un modelo constitucional que se conoce como de “indiferentismo ideológico”, según el cual se admite cualquier tipo de ideología, incluso las contrarias a la propia Constitución. En democracias menos plenas que la española, como sería el caso alemán, están proscritas las ideologías contrarias a los principios recogidos en la Constitución.

La diferencia entre uno y otro modelo radica en lo que el Tribunal Constitucional, cuando se dedicaba a eso de interpretar la Constitución que es su cometido, estableció que en el modelo español no tiene cabida la “democracia militante”, según la cual se impone una adhesión tanto a la Constitución como al resto del ordenamiento jurídico (SSTC 13/2001, 48/2003, 235/2007 ó 12/2008).

El problema de tal planteamiento en un estado con una genética sociológica tremendamente marcada por el franquismo, es que un modelo de democracia “no militante” ha servido, junto a otros factores, como base para lo que tenemos en la actualidad: un neofranquismo absolutamente desbocado y desenfadado que, además, se siente firmemente amparado tanto por relevantes sectores de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como por importantes sectores de las altas instancias jurisdiccionales.

Otro de los factores que ha propiciado la quitada de caretas de muchos ha sido el irresponsable tratamiento que los distintos medios de comunicación han dado a este fenómeno, el del resurgimiento de un franquismo que siempre estuvo latente, sirviéndoles no solo de caja de resonancia sino, también y especialmente, de legitimador omisivo al tratarles como si de opiniones respetables y legítimas se tratase.

El fascismo lleva campando a sus anchas desde hace ya mucho tiempo y así lo venimos denunciado unos cuantos. El problema ha sido que ha pesado más la “indisoluble unidad de la nación española” que la defensa de la democracia

No, en las auténticas democracias, aquellas que no necesitan calificativos ni apellidos, este tipo de ideas están proscritas y los medios de comunicación lo saben. Aquí, por el contrario, se les dio tribuna, espacios y, sobre todo, se mantuvo una posición equidistante respecto de unos y otros actores políticos como si fuesen equiparables y, en gran medida, se sigue debatiendo sobre el tema.

El fascismo lleva campando a sus anchas desde hace ya mucho tiempo y así lo venimos denunciado unos cuantos. El problema ha sido que ha pesado más la “indisoluble unidad de la nación española” que la defensa de la democracia y, por ello, se les ha dejado ir ganando espacios y consolidando su presencia y poder, ya que eran quienes estaban “haciendo frente” al independentismo catalán.

Muy criticados, incluso ignorados y hasta atacados, hemos sido todos aquellos que, desde un comienzo, supimos ponernos en el lado correcto de la historia y hacer frente, incluso con grandes costos personales, a un fascismo que ya era evidente y que se desplegó en toda su intensidad contra las legítimas aspiraciones de una mayoría de catalanes.

La interactuación entre las instituciones y el fascismo era y es evidente; basta ver quiénes ejercen la acusación popular en las distintas causas abiertas a partir del 1-O y en los previos intentos por criminalizar la política catalana, quiénes han instado las más abyectas decisiones de la tristemente famosa Junta Electoral Central, quiénes lideran las actuaciones más sucias en contra de todo aquel que discrepe de sus postulados fascistas… Y tener claro que lo hacen porque se sienten respaldados y en ese análisis no andan equivocados.

Reprimir los deseos de decidir de los catalanes no solo fue un error político sino también uno de profundo calado democrático, porque sirvió de trampolín para que el totalitarismo campase a sus anchas y se legitimase a niveles no vistos desde la muerte de Franco

Hoy más que nunca estamos viendo los fallos de la tan cacareada Transición, de cómo fue una salida inconclusa del franquismo y cómo el error más relevante de todo ese proceso consistió en no desfranquizar las instituciones y el Estado en general, tal cual se hizo, por ejemplo, en Alemania con el nazismo.

Sin duda que un proceso de desfranquización habría sido doloroso y habría afectado a muchas personas, a muchas familias y a muchas instituciones, pero, tampoco caben dudas, habría permitido avanzar en una consolidación democrática que hoy más que nunca se evidencia como inalcanzada.

Si el nacionalismo centrípeto no hubiese nublado tantas visiones, seguramente el problema que se ha hecho tan evidente hoy ya se habría percibido con total nitidez hace más de tres años. Reprimir los deseos de decidir de los catalanes no solo fue un error político sino también uno de profundo calado democrático, porque sirvió de trampolín para que el totalitarismo campase a sus anchas y se legitimase a niveles no vistos desde la muerte de Franco.

Errores se han cometido y muchos, se ha llegado, incluso, a equiparar al independentismo catalán con manifestaciones tan abyectas como el asalto al Capitolio y eso ha servido de caldo de cultivo para que el fascismo encuentre justificaciones que en ningún país democrático habrían encontrado.

Muchos de estos errores se han cometido por seudodemócratas que, en el fondo, no hacen otra cosa que defender un régimen transicional fracasado que ha terminado por demostrar que todo cambió para que nada cambiase y que, al primer descuido, los que mandaban ayer serán los que manden mañana.

En cualquier caso, ya de nada sirve llorar sobre la leche derramada, pero sí aprender las lecciones que este error histórico nos muestra y, a partir de ahí, avanzar en una defensa a ultranza de los valores democráticos que, de una parte, servirán para parar al fascismo y, de otra, generar el espacio necesario para que ideas y derechos tan democráticos como el de decidir vuelvan a tener cabida en el debate político del cual nunca debieron ser excluidos… mucho menos criminalizados.

Ahora bien, lo auténticamente importante es saber si la detección del problema y el compromiso de luchar en contra de este renovado franquismo que quiere devolvernos a las imágenes en blanco y negro solo será un reclamo electoral o, una vez pasadas las elecciones madrileñas, se seguirá considerando como un problema y se mantendrá el compromiso de lucha que a unos cuantos ya tanto nos ha costado… Y, sobre todo, no nos olvidemos que al fascismo no se le combate solo en periodo electoral.