Como siempre pasa cuando se trata de reprimir al independentismo, en el caso del Tribunal de Cuentas, una vez más, el foco mediático está puesto en un sitio distinto de aquel que correspondería en cualquier estado democrático y de derecho. Las explicaciones a tal desenfoque pueden ser muchas, pero ninguna deja en buen lugar a una profesión que está llamada, en democracia… también en dictadura, a actuar como auténtico contrapoder ante los desmanes de los poderes públicos.

La gran mayoría de los medios se han centrado en dos temas que, siendo graves, no apuntan a la esencia del problema. Básicamente, apuntan al posible comienzo de las incautaciones, mal llamados embargos, y a la licitud o ilicitud de los avales aportados por la Generalitat.

Los temas pueden parecer interesantes, pero, el primero entra dentro del ámbito de lo morboso y el segundo, dentro de lo que es un dislate jurídico producto de la frustración que a la delegada instructora le genera que el supuesto afectado —la Generalitat— haya aportado los avales, como no podía ser de otra forma.

No parece existir mucho interés en otros temas de evidente mayor calado como son la esencia del procedimiento que se está siguiendo y las irregularidades que en él se están detectando; si de transparencia, limpieza y cultura democrática se tratase, esos y no otros serían los temas que hablar y publicar.

En lo esencial, este procedimiento se basa en la discrepancia que tiene el Tribunal de Cuentas con la Generalitat sobre la forma en que se han invertido los recursos públicos destinados a la denominada “acción exterior”, que está claramente establecida y amparada dentro del vigente Estatut de Catalunya.

Dicho más claramente, como al Tribunal de Cuentas no le gusta en qué se ha gastado dicho dinero, entiende que puede derivar la responsabilidad de dicho gasto en quienes ejecutaron la política exterior de la Generalitat en el periodo que al propio Tribunal de Cuentas se le ha antojado.

En definitiva, se está sentando el precedente para que sea el Tribunal de Cuentas el que sancione qué política es la adecuada y cuál no. Obviamente, esto no solo amplía las ya amplias prerrogativas de un órgano que carece de cualquier tipo de control, sino que deja indefensos no solo a los distintos gobiernos de la Generalitat sino a los de cualquier administración.

Los demócratas de toda la vida, esos que van con la bandera hasta al servicio, o los progres de siempre bien deberían preocuparse de este procedimiento, porque de este precedente surgirán otros que, seguramente, cuestionarán las políticas y gastos públicos desplegados por cualquier gobierno que no entre dentro de la esfera especialísima o particularísima del Tribunal de Cuentas.

Algo así puede afectar al PSOE, a Podemos, a En Comú, a Bildu, al PNV o a quien ellos consideren que no actúan conforme a los criterios que el Tribunal de Cuentas tenga a bien establecer en cada momento concreto. Aquí y ahora recomiendo recordar el dicho de “cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar”.

Se está sentando el precedente para que sea el Tribunal de Cuentas el que sancione qué política es la adecuada y cuál no

El otro gran tema sobre el que parece que se pretende correr un tupido velo, como se hizo en el juicio del procés o en tantos otros procedimientos de lawfare que estamos viendo y sufriendo, es el de las irregularidades sobre las cuales se construye el entramado pseudojurídico, mediante el cual se quiere expropiar los bienes de muchos ciudadanos.

Desde que comenzó esta cacería contable no hemos parado de plantear cuestiones relacionadas con las irregularidades que ha ido cometiendo el Tribunal de Cuentas, pero, especial y específicamente, la delegada instructora, para quien el derecho solo parece como una difusa referencia y no una guía a seguir.

La última que hemos detectado no es menor: la ocultación a las partes de dos relevantes votos concurrentes, en los cuales dos distintos consejeros del mencionado tribunal alertaban sobre determinadas irregularidades que, a nuestro entender, vician de nulidad el propio procedimiento.

Llegar hasta esta conclusión no ha sido sencillo, se nos ha ocultado la información y nos hemos enterado gracias al trabajo de una perspicaz periodista y la suerte de que nos topamos con esa información.

A partir de ahí, todo se ha transformado en un dislate y la delegada instructora no para de equivocarse partiendo por negar el conocimiento de dichos documentos, lo que resulta más que inverosímil, hasta resolver que esos documentos —que no conocería— no son esenciales a los efectos del procedimiento incautatorio que ella está siguiendo.

Es evidente que ambas posiciones —desconocimiento e irrelevancia— son incompatibles, porque determinar que algo es irrelevante solo se puede hacer una vez que se tiene conocimiento de ese algo. Es decir, estamos ante un claro atentado a la lógica, a la más básica, pero también a las normas y, esta vez, deslizándose a contrariar las normas penales.

Este tipo de actuaciones, en las que se permite todo, es justamente uno de esos casos en que el buen periodismo —lo digo con la autoridad de ser hijo de quien fue un gran periodista— ha de saltar a denunciarlos y, de esa forma, actuar como contrapoder de las arbitrariedades de determinados poderes públicos.

Pensar que, como ya ha ocurrido y está ocurriendo en otros procedimientos en contra del independentismo y lo que se denomina su entorno, todo vale es tanto como asumir que aquí de democracia solo se tienen las apariencias y cada vez menos.

Pero, como si nada de esto fuese bastante, ahora se asume con toda naturalidad que se le solicite a la Abogacía del Estado un informe sobre la legalidad de los avales. Un pequeño detalle: la Abogacía del Estado es parte en el procedimiento, por lo que, en resumen, se le está pidiendo a una parte que determine si es legal lo que ha hecho otra de las partes. Si las cosas van por ese camino, igual deberían preguntarnos a las demás partes qué opinamos sobre la actuación de la delegada instructora.

Seguramente no lo harán, pero ello no implica que no nos vayamos a pronunciar y lo hagamos en la jurisdicción que corresponda. Como siempre que estas cosas ocurren, todo son relatos y luego, cuando hacemos lo que tenemos que hacer, todo son lamentos y recriminaciones, pero no hacia quienes han actuado mal, sino contra quienes hemos puesto de manifiesto dichas actuaciones.

Un estado es democrático y de derecho no porque así se afirme una y mil veces, sino porque la esencia de su funcionamiento es democrática y se actúa respetando el derecho e interpretándolo democráticamente.

Los desmanes que estamos viendo y padeciendo pasarán factura, primero, a quienes los estamos denunciando, pero, más temprano que tarde, a quienes los están cometiendo y, también, a aquellos que guardan un silencio que hace ya tiempo se transformó en complicidad.