La tensión política generada en los días y horas previos a la aprobación por parte del Congreso de una nueva prórroga del estado de alarma, vigente desde el pasado 14 de marzo, se enmarca en un clima de polarización impropio de una democracia consolidada, inmersa en una crisis sanitaria y económica sin precedentes. Es esa misma crispación la que impide que el debate se conduzca por cauces mínimamente racionales y que se pueda expresar con tranquilidad posturas divergentes que no deberían ser asumidas como si de un ataque personal se tratase.

La discusión se ha llevado a un terreno insano que impide ver la cromatografía propia de cualquier situación compleja. El debate no puede ser “estado de alarma o caos” porque, entre una y otra situación, claro que hay alternativas y son esas las que deben ser exploradas si no queremos transformar en habitual lo excepcional. Se trata de un falso dilema y veamos por qué.

Partiendo de la base de que el interés superior, y primero, de los derechos a garantizar, es el de la vida, parece evidente que existen otra serie de derechos y libertades que también lo han de ser, condicionados por el primero de ellos. Por eso, qué mejor que buscar, entre todos, un marco jurídico que lo permita, sin tener que abusar de uno que requiere de una serie de presupuestos fácticos que, a día de hoy, igual ya no se siguen dando.

Conviene recordar que el estado de alarma requiere de un determinado presupuesto fáctico que, en este caso, evidentemente, fue la crisis sanitaria producto de una epidemia y que generó una situación grave. Ese y no otro es el hecho habilitante para haber acordado tal medida excepcional.

Como sostuvo el Tribunal Constitucional, el estado de alarma es la respuesta por la que “ha optado la Constitución al regular las situaciones de alteración del orden constitucional” y que “la regulación de los estados de emergencia busca una unidad de acción entre el poder legislativo y el ejecutivo para afrontar las situaciones de crisis institucional que alteran la propia normalidad constitucional, de tal manera que el ejecutivo no podrá ejercer sus poderes y funciones excepcionales en estas situaciones de crisis institucional sin el respaldo continuado del Congreso de los Diputados, por lo que implica de alteración del sistema constitucional de distribución de funciones y poderes”.

Pues bien, el estado de alarma se declaró “con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus Covid-19” y su renovación no puede, ni debe, alterar esa finalidad que es la que se viene renovando cada 15 días. A partir de esta premisa, seguramente la desescalada médico-sanitaria debería venir acompañada de otra de carácter jurídico; es decir, el marco legal usado para el confinamiento no puede servir para otros fines distintos al inicialmente declarado, tampoco para el desconfinamiento.

Lo único que impedirá la judicialización de la política es la madurez y cultura democrática y no el formato legal que se elija para sacarnos de esta pandemia

Teniendo presente todo esto, creo que, de cara a un proceso que se repetirá dentro de dos semanas más, resulta necesario ir analizando, con serenidad, altura de miras y desde fuera de las trincheras, si realmente se requiere de tan excepcional medida o no, para poder hacer frente a la desescalada.

Tal vez una buena forma de comenzar a hablar de una desescalada jurídica pasa por establecer ciertas premisas que se han usado sin un serio análisis de su realidad. Trataré de ir por partes.

Es efectivo que en función del decreto de estado de alarma se ha restringido el movimiento de las personas para impedir los contagios, pero también es cierto que la libertad de movimiento se puede restringir sin necesidad de un estado excepcional como es el de alarma, porque para momentos como el actual, una ley ordinaria establece que “las actividades públicas y privadas que, directa o indirectamente, puedan tener consecuencias negativas para la salud, serán sometidas por los órganos competentes a limitaciones preventivas”. Lo mismo ocurre con los movimientos internacionales, que estarían siempre bajo el control del ejecutivo central.

Muchos han argumentado que poner fin al estado de alarma conllevaba, también, un perjuicio para aquellos trabajadores afectados por los ERTE cuya protección estaría vinculada a la vigencia del estado de alarma.

Pero, en realidad, eso no es cierto, porque basta una lectura desapasionada del RD de 18 de marzo que establece que: “Las suspensiones de contrato y reducciones de jornada que tengan su causa directa en pérdidas de actividad como consecuencia del Covid-19 (…) tendrán la consideración de provenientes de una situación de fuerza mayor”. El presupuesto fáctico es el Covid-19 y no el estado de alarma.

En cualquier caso, las actividades productivas o económicas suspendidas en virtud de lo previsto en el decreto de estado de alarma también pueden mantenerse suspendidas en base a la legalidad ordinaria. Al respecto, baste recordar que la ley ordinaria establece: “Cuando la actividad desarrollada tenga una repercusión excepcional y negativa en la salud de los ciudadanos, las Administraciones Públicas, a través de sus órganos competentes, podrán decretar la intervención administrativa pertinente, con el objeto de eliminar aquélla” y seguiría tratándose de una causa de “fuerza mayor”.

Pero, es más, esta ley también tiene previsto: “En caso de que exista o se sospeche razonablemente la existencia de un riesgo inminente y extraordinario para la salud, las autoridades sanitarias adoptarán las medidas preventivas que estimen pertinentes, tales como la incautación o inmovilización de productos, suspensión del ejercicio de actividades, cierres de empresas o sus instalaciones, intervención de medios materiales y personales y cuantas otras se consideren sanitariamente justificadas”. Estas medidas, también restrictivas de derechos, durarán tanto tiempo como sea necesario y, además, podrán ser renovadas.

Es efectivo que muchos de los reales decretos vinculan una serie de medidas a la duración del estado de alarma, pero, junto con ser un error técnico-jurídico y de previsión, por parte del ejecutivo, avalado por el Congreso, nada impide enmendar dichas vinculaciones en la misma forma en que han sido acordadas. Derogarlas y dictar nuevas más acordes con la etapa que estamos iniciando es la solución más democrática.

Esta crisis sanitaria, que está costando miles de vidas y sometiéndonos a un estrés social inusitado, también está poniendo a prueba la resistencia y calidad de nuestro sistema democrático

En cuanto a las supuestas ventajas del mantenimiento del estado de alarma, es bueno recordar que tampoco impide la judicialización de la política. Tanto la regulación del estado de alarma como las normas aplicables en materia de sanidad prevén los mismos tipos de recursos y la única razón por la cual el Tribunal Supremo entendió que no le correspondía resolver un concreto asunto sino al Tribunal Constitucional fue porque la “impugnación directa de los reales decretos” al ser “disposiciones de un valor normativo equiparable, por su contenido y efectos, al de las leyes y normas con fuerza de ley, cuyo control corresponde al Tribunal Constitucional por los mecanismos de control de la constitucionalidad de las leyes y no a esta Sala”, pero, y por el contrario, sí continúa entendiendo del resto de la demanda.

Sea el formato que sea el que se utilice, lo único que impedirá la judicialización de la política es la madurez y cultura democrática y no el formato legal que se elija para sacarnos de esta pandemia.

Esta crisis y su gestión, entre otras muchas cosas, nos está devolviendo una estampa que no es la propia de un estado democrático y de derecho, lo que nos obliga a plantearnos, con mucho rigor, la necesidad de una desescalada jurídica que nos lleve a una normalidad, incluso a una “nueva normalidad”, pero que no huela a naftalina.

En resumidas cuentas, la gran diferencia entre la vía del estado de alarma y la de la legalidad ordinaria reside, justamente, en aquello que no se quiere aceptar: la cogestión de la solución entre el ejecutivo central y los gobiernos autonómicos. Todo el resto no son más que excusas de mal pagador perfectamente desmontables y solucionables.

Una crisis de estas características solo la podremos resolver unidos, pero esa unidad no puede ser un cliché de publicista vacío de contenido, sino una actitud que, además, implique, de una parte, cogestión con las autonomías y, de otra, corresponsabilización por parte de los ciudadanos para que, así, lo excepcional no se termine convirtiendo en lo habitual.

Esta crisis sanitaria, que está costando miles de vidas y sometiéndonos a un estrés social inusitado, también está poniendo a prueba la resistencia y calidad de nuestro sistema democrático. Si aceptamos como habitual lo excepcional, habremos claudicado y asentado las bases para que esa “nueva normalidad” termine siendo cualquier cosa menos normal y democrática.