Me llama una amiga periodista para que le ayude a aclararse sobre algunos temas jurídicos que están afectando a la situación política catalana y española; mi primera reacción ha sido intentar ayudarla, pero ya a la segunda pregunta he tenido que sincerarme: no tengo idea sobre qué es lo que hay que hacer. Creo que ella no esperaba esa respuesta y, como buena periodista que es, siguió intentándolo hasta que se lo expliqué: me dedico al derecho y en ese campo existen unas normas, unas reglas de interpretación y unas formas de impugnar las resoluciones que consideramos lesivas. Lo que aquí está pasando no tiene nada que ver con el derecho y he tenido que explicarle mi razonamiento.

En democracia, que es un escenario del cual cada día estamos más alejados, existen no solo normas y criterios de interpretación sino, también, principios rectores que son los que permiten hablar de “estado democrático y de derecho”, que es lo mínimo que se debe esperar de cualquier país miembro de la Unión Europea. Parece simple, pero cada día se hace más necesario recordar lo básico para que aquellos que se sienten más cómodos en el pasado no terminen arrastrándonos a una visión del mundo que, en nada, se parece a aquella en la que muchos aspiramos a vivir.

Cualquier país puede ser un “estado de derecho”, en realidad eso es muy sencillo de conseguir porque, explicado de manera muy simple, se puede decir que para ser un “estado de derecho” sólo hace falta disponer de un ordenamiento jurídico, el que sea, y gente dispuesta a hacer cumplir esas leyes... así de simple. Lo realmente complejo, y que más le está costando a España, es poderse denominar “democrático y de derecho” que implica algo más que promulgar y hacer cumplir las leyes.

Lo que está sucediendo en España, y que se está poniendo en evidencia desde Catalunya, es que leyes tenemos, tal vez demasiadas, y, también, cada día vemos que hay más gente dispuesta a hacerlas cumplir al precio que sea porque, en realidad, lo que les acomoda es vivir en un “estado de derecho” sin que el prerequisito democrático sea para ellos un impedimento. La aplicación irrestricta de esas leyes, incluso su uso torticero, es lo que nos ha llevado hasta el punto en que nos encontramos que, cada día, está más cercano al de no retorno.

Cuando un estado se adentra en esos lodazales, se asumen riesgos de compleja valoración, porque, más temprano que tarde, se termina justificando todo en pos de una solución, la que sea, sin pararse a pensar en las consecuencias que ello tendrá para el futuro. Ante este escenario, algunos, muy togados, han planteado que los jueces son la solución y que son la “última defensa del estado de derecho” y otros, muy bien informados, creen que si estamos situados ante una suerte de callejón sin salida, eso nos obliga a asumir la teoría del mal menor.

El control de la vida política ha pasado de las manos de los órganos de representación a las de unos que ni han sido elegidos para ello ni cuentan con la capacidad ni la legitimidad democrática como para asumir tal función

Ni la una ni la otra son las respuestas adecuadas si queremos vivir en un mundo mejor y si aspiramos, realmente, a disfrutar de un “estado democrático y de derecho”. Obviamente, una aspiración de tal calibre tiene su precio y, también, sus consecuencias, pero vivir sólo en el ámbito del “estado de derecho” nos conduce, irremediablemente, a un escenario que se asumía, y presumía, como superado después de 45 años de la muerte del último dictador.

El control de la vida política ha pasado de las manos de los órganos de representación a las de unos que ni han sido elegidos para ello ni cuentan con la capacidad ni la legitimidad democrática como para asumir tal función. En ese plano, por ejemplo, no podemos olvidarnos que se ha ido dando carta de naturaleza a unas pseudopotestades de un órgano administrativo, cuya misión es, literalmente, “velar por la transparencia y objetividad del proceso electoral” pero que, ahora, ya puede decidir quién deja o no de ser, por ejemplo, diputado al Parlament de Catalunya o al Parlamento Europeo.

El problema, en todo caso, no radica, solo, en lo que haga un organismo como la Junta Electoral Central (la temida JEC) sino el papel que juegan otros que han sido los llamados a legitimar tal invasión de competencias por parte de la JEC. Sería imposible que sus delirantes acuerdos llegasen a alcanzar cualquier tipo de efectividad si en dicho proceso no contasen con la cooperación necesaria de jueces, tribunales y algún alto funcionario parlamentario así como de los constructores y difusores de “relatos” que sirven para ir instalándolos en el imaginario hasta hacernos creer que es normal aquello que no lo es.

El camino seguido para llegar al punto en que nos encontramos pasa por un sendero tortuoso carente de cualquier legitimidad democrática en el que unos, que van de demócratas y constitucionalistas mientras no son más que salvapatrias, piden a la JEC que ejecute una sentencia no firme para privar al president Torra de su acta de diputado al Parlament de Catalunya; la JEC, cuya misión es “velar por la transparencia y objetividad del proceso electoral”, acepta la solicitud y resuelve en el sentido deseado para que otros, que han de velar por la correcta administración de justicia, den carta de naturaleza a tal desvarío y, de esa forma, que, finalmente, el verdugo termine siendo un secretario general cuya competencia no es otra que la de cumplir “las funciones técnicas de apoyo y asesoramiento de los órganos rectores del Parlamento”. Así, el secretario general del Parlament ha servido de cordón sanitario para impedir que quien tiene la responsabilidad política y la legitimidad democrática de defender la soberanía, el Parlament, se vea salpicado.

Todos estos coautores, basándose en leyes en vigor, han generado una situación que dista mucho de ser la aceptable en un estado democrático, pero nadie podrá reprocharles que no se haya respetado el “estado de derecho”. Esa, y no otra, es la gran diferencia entre lo que es un “estado de derecho” y lo que debe ser un “estado democrático y de derecho”.

La gran pregunta que debemos hacernos, y que también se han de hacer aquellos que terminan justificando lo sucedido porque consideran que este es el mal menor, es en qué tipo de estado queremos vivir si en uno de derecho o en uno democrático y de derecho. Se trata de un tema binario en el que las medias tintas y la complacencia terminan transformándose en una suerte de complicidad que nos arrastra a un escenario aún peor: el estado de desecho.