Los indultos, que ya son una realidad, han sido una carta bien jugada por un Ejecutivo al que no se debe confundir con el Estado; están bien argumentados y muy pensados de cara tanto a reescribir la historia, como a impedir que sean anulados por un Tribunal Supremo que sigue ajeno a la realidad que le circunda y que no es otra que la europea.

Ha sido una medida valiente, seguramente muy estructurada y bien negociada, que sirve como un punto de partida pero que no puede ni debe ser interpretada como el objetivo o como el fin de un conflicto que es mucho más profundo, complejo y amplio que la situación personal de 9 personas que jamás debieron estar en prisión.

La solución al conflicto no es sencilla —o sí— pero pasa por diversas fases y por distintos escenarios que habrá, primero, que determinar, luego asumir y, finalmente, abordar. No será un camino de rosas, pero tampoco implica un recorrido imposible para cualquier estado democrático… El problema será determinar si se cuenta con esa condición, que es básica para poder avanzar.

En paralelo a la vía de los indultos —que por definición son una solución individual, personal e intransferible—, una parte esencial de los poderes del Estado no solo se opone a la gestión gubernamental, sino que, además, está dispuesta a boicotearla de todas las formas posibles, como iremos viendo en las próximas semanas y meses.

Los procesos penales siguen su curso, el proceso expropiatorio iniciado por el Tribunal de Cuentas también y, peor aún, no parece que exista predisposición a abandonar una vía claramente equivocada como ha sido la de la judicialización de la política.

Es recién ahora, cuando ven que han perdido la pelea europea y cuando la internacionalización del conflicto se les ha escapado de las manos, cuando quieren que desde los distintos sectores del Estado se les defienda ante algo que no son capaces de comprender: Europa.

Sin embargo, ahora, cuando algunos comienzan a darse cuenta de que la batalla planteada en Europa no era una quimera ni un festival de fuegos artificiales sino la única con viabilidad real, es el propio poder concernido el que pretende dejarse arropar y defender por aquel al que han subyugado durante ya demasiado tiempo.

Es recién ahora, cuando ven que han perdido la pelea europea y cuando la internacionalización del conflicto se les ha escapado de las manos, cuando quieren que desde los distintos sectores del Estado se les defienda ante algo que no son capaces de comprender: Europa.

La semana ha sido muy dura para quienes siguen viviendo en una realidad en blanco y negro y pretendiendo configurar la sociedad española a imagen y semejanza de una forma de entender las cosas que resulta incompatible con la existente en nuestro entorno.

El informe aprobado por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha sido la guinda de un pastel que ha provocado el comienzo de una escalada de algo que hace tiempo la periodista Elisa Beni definió como “hacerse bola”. Traducido: no es otra cosa que enrocarse y que, ahora, además toma forma de victimización.

Algunas asociaciones judiciales han salido a pedir al Gobierno que les proteja de esos “ataques” y el Consejo General del Poder Judicial no se ha quedado corto en su defensa de lo indefendible.

Siguen sin entender que no se trata de ataques, sino de constataciones de evidencias que solo ellos y quienes alegremente han comprado sus relatos no querían ver: se habían apartado de cualquier atisbo de interpretación democrática del derecho en un afán sin tapujos por reprimir al independentismo catalán.

Una vez más se equivocan de diagnóstico y, también, de enemigo. El problema no está en el Consejo de Europa sino en los “actos propios” que son la base sobre la cual ha dictaminado el Consejo, la misma base sobre la cual se han venido pronunciando Bélgica, Alemania, Escocia, el Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de Naciones Unidas y el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

La criminalización de la política o la politización de la Justicia tienen estas cosas: se aplica el derecho con fines ajenos a su función, se hacen cálculos fuera del marco no ya de sus competencias sino incluso de sus conocimientos y, al final, todo son sorpresas, enfados y ofuscación.

Cuando el Tribunal Superior de Schleswig-Holstein dijo, en julio de 2018, que los hechos por los que se reclamaba al president Puigdemont no eran constitutivos de delito, todo fueron insultos y duros ataques a un “tribunal regional” que no podía dar lecciones al Tribunal Supremo. Ese y no otro fue el momento en que perdieron la batalla del relato, pero, sobre todo, la europea y no quisieron verlo porque, entre otras cosas, muchos de sus voceros seguían comprándoles un discurso carente de cualquier base jurídica.

Podrán seguir generando relatos, podrán seguir reprimiendo, podrán seguir quejándose de que nadie les comprende, de que todos les atacan, pero llega un momento que ni con toda una corte de corifeos se consigue acallar algo que es fundamental: nunca tuvieron razón.

Han pasado ya 3 años y han perdido muchas batallas, también la guerra, y es ahora cuando algunos —los menos obcecados— comienzan a comprender que ya todo está perdido. Esos, que aún son minoría, son quienes han de hacer ver a sus pares que el problema no es jurídico sino político y que la solución no pasa, ni pasaba, por los Tribunales.

Quienes se han puesto a estudiar el panorama, quienes han comenzado a comprenderlo, saben que lo del Consejo de Europa no es tan grave como parece, que lo grave está por venir y adoptará forma de sentencias, y que en ellas se dejará en evidencia cuán mal se ha hecho todo y cuán incompatible es lo sucedido con una auténtica pertenencia a la Europa de las libertades.

Podrán seguir generando relatos, podrán seguir reprimiendo, podrán seguir quejándose de que nadie les comprende, de que todos les atacan, pero llega un momento que ni con toda una corte de corifeos se consigue acallar algo que es fundamental: nunca tuvieron razón.

Avanzar en solventar el conflicto no pasa por el perdón, que ayuda, sino por reconocer la naturaleza de la confrontación y comprender dónde y con quién ha de buscarse la solución a tan profunda problemática.

Ahora, solucionado lo urgente, como era la situación personal de los 9 presos, toca abordar la etiología del problema y, desde la claridad, la discreción, la honradez intelectual y política, así como desde una clara visión de Estado, debe buscarse el mutuo reconocimiento entre las partes, tratar de reconstruir la confianza destruida por años de represión y comenzar a profundizar en soluciones que sean válidas para todos… Pero sin dogmatismos ni maximalismos incompatibles con cualquier sistema democrático.

Se puede comenzar ahora o esperar al desenlace de la madre de todas las batallas: la que se está dando en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). En todo caso, el cuándo se comienza y con quién se parte sí que es relevante a los efectos no solo del resultado, sino de los costos que implique dicho camino.

El reloj de la justicia, de la auténtica justicia que da las campanadas en Luxemburgo y no en las Salesas, ya se ha puesto en marcha y el tiempo para una solución consensuada comienza a acotarse mucho más de lo que algunos se imaginan. Lo que resuelva el TJUE no será menor y configurará el devenir de cualquier proceso político que luego se pretenda abordar.

Son muchos los frentes abiertos, ninguno con buenos augurios para ese recalcitrante nacionalismo español que nos ha arrastrado hasta aquí, y, por tanto, el momento y el lugar están claros si se tiene en cuenta que el reloj de la justicia es imparable y en el tablero ya hemos puesto todas las piezas del puzle diseñado para reconducir un conflicto al punto del que nunca debió salir: el de la política. En todo caso, ahora ya es cuestión de estadistas no de políticos.