Para entender bien lo que está haciendo el Tribunal de Cuentas igual resulta necesario retrotraernos en los tiempos a una España que algunos se empeñan en mantener más viva que nunca. Estamos, en todo caso, ante un organismo vetusto, antidemocrático y que, por muy técnico que parezca, se ha transformado en el bastión de un pujante neofranquismo inquisitorial, carente de cualquier contrapeso.

En realidad, la actual forma de operar de este tribunal no tiene otra interpretación que aquella que surge de analizar el funcionamiento que ya tuvo en el pasado y que en su periodo de más relevancia consistió en ser “contrapeso al excesivo poder de los virreyes y gobernadores locales”, como se aprecia del establecimiento de tres de estos órganos en Nueva España, Perú y Santa Fe de Bogotá… Sí, ya sé que ha pasado algún tiempo, pero no han cambiado ni las formas ni los objetivos.

Ahora, lo que estamos viendo no difiere en sus objetivos, tampoco en sus métodos y el mayor de los problemas es que algunos se empeñan en pensar que esta actuación en contra de la acción exterior de los distintos gobiernos de la Generalitat es una cosa de cifras y que, además, no va con ellos.

Es un error pensar que el procedimiento inquisitorial que se sigue en contra de una serie de catalanes, todos, de una u otra forma, miembros de diversos gobiernos de corte independentista, no sentará un precedente del cual muchos, más temprano que tarde, terminarán arrepintiéndose.

Lo que se pretende con este procedimiento no es otra cosa que sancionar una actuación política por la vía de derivar de forma individual y bien dirigida, la responsabilidad política sobre el gasto público a personas muy concretas no solo para perjudicarles en su hacienda sino, sobre todo, para servir de aviso a navegantes. No es más que una nueva forma de coacción inadmisible en democracia.

El Tribunal de Cuentas está jugando una partida de caza mayor para intentar establecer un precedente que, luego, será usado en contra de todos aquellos que no encajen en la vida en blanco y negro 

Si se admite que la actividad exterior de la Generalitat es sancionable por un órgano de estas características entonces se estará admitiendo que dicho tribunal tiene competencias para revisar la actuación política de todos los gobiernos locales, autonómicos y, por qué no, también del central.

Que exista un control del gasto público, un adecuado escrutinio de dichos gastos es algo no solo deseable sino necesario. Cosa distinta es que se le convierta en una forma de represión para reconducir líneas de actuación política que no agradan a una determinada elite que, una vez más, representa a uno de los sectores más retrógrados del Estado: aquel que sigue prefiriendo la realidad presentada en blanco y negro.

El modelo de control del gasto público que resulta compatible con el marco regulatorio de la Unión Europea dista mucho de ser el que existe en el Reino de España y, muchísimo, si lo comparamos con el modelo decimonónico que se está aplicando en el caso catalán, que mañana puede ser el caso de cualquiera otra comunidad autónoma o del propio gobierno central. Bastará con no compartir la línea política con el Tribunal de Cuentas para verse sometido a un espolio como el que sufrirán, de no remediarse, todos aquellos que en una u otra medida se han encargado de la acción exterior de la Generalitat durante gran parte de la última década.

Un Tribunal de Cuentas, como es el europeo, debe tener unas funciones concretas, delimitadas y ser atravesado, en su funcionamiento, por un exquisito espíritu democrático que, en definitiva, es justamente lo que le falta a este órgano colonialista.

El Tribunal de Cuentas Europeo (TCE) tiene como funciones las de auditar “los ingresos y los gastos de la UE para verificar que la percepción, uso, rentabilidad y contabilidad de los fondos son los correctos”.

Y la de supervisar “a cualquier persona u organización que maneje fondos de la UE, en particular mediante controles puntuales en las instituciones de la UE (especialmente en la Comisión), los estados miembros y los países que reciben ayuda de la UE.”

Para, de esa forma, elaborar “conclusiones y recomendaciones dirigidas a la Comisión Europea y los Gobiernos nacionales en sus informes de auditoría” y si de esas conclusiones surgen “sospechas de fraude, corrupción u otras actividades ilegales” denunciarlas a la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF).

Nada de eso se da en el caso del Tribunal de Cuentas del Reino que, junto con otras altas instancias jurisdiccionales, se han convertido en un brazo ejecutor de una concepción de España que bien encaja con la existente antes de los desastres de Cuba y Filipinas.

Si un órgano de estas características puede decidir qué gasto público es correcto en función de una determinada ideología, entonces habrá triunfado una visión de la configuración del Estado que es absolutamente incompatible con la Unión Europea

Catalunya, en la configuración estatutaria actual —la surgida del repaso del Estatut por el Tribunal Constitucional—, tiene unas claras competencias en materia de acción exterior y eso, justamente eso, es a lo que se dedicaban quienes hoy ven peligrar su patrimonio en un ilegal, antidemocrático y arbitrario proceso de expropiación forzosa.

Sorprende que los más liberales no se den cuenta de que aquí está en juego un derecho tan constitucional como cualquier otro: el de propiedad privada, pero más sorprendente resulta que los más demócratas no se den cuenta de que también está en juego la independencia política de los órganos ejecutivos, no solo los catalanes.

Como vengo diciendo, lo malo de los precedentes es que siempre surgen en los casos en que no nos importan, pero se transforman en dolorosos cuando se nos aplican.

Aquí y ahora, como ya ha ocurrido en otros supuestos, el Tribunal de Cuentas está jugando una partida de caza mayor para intentar establecer un precedente que, luego, será usado en contra de todos aquellos que no encajen en la vida en blanco y negro que promueven quienes sostienen a un tribunal que, si hay que compararlo con algún otro órgano enjuiciador debería hacerse con el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

Si un órgano de estas características puede decidir qué gasto público es correcto en función de una determinada ideología, entonces habrá triunfado una visión de la configuración del Estado que es absolutamente incompatible con el club al que España dice pertenecer: la Unión Europea.

Quienes se lanzaron a la aventura no ya de fiscalizar las cuentas de la Generalitat, que es correcto hacerlo, sino de usarlas como método represivo, seguramente no midieron que, a diferencia de lo que sucedía con las cuentas de las colonias, esta vez su actuación represiva también terminará internacionalizándose con las consecuencias que, como se ha demostrado en estos años de defensa del exilio, tiene el lavar los trapos sucios fuera de casa.

Ahora, a menos de un mes para que caduque el mandado de los miembros del Tribunal de Cuentas, no solo es un buen momento para renovarles a ellos sino, también, para reformular un órgano que, en su actual y colonial versión, es incompatible con las normas y principios de la Unión Europea.

Cuando se analicen las disfunciones, seguramente se verá la necesidad de cambio y, de paso, de auditar las propias cuentas del auditor.

Las cuentas públicas han de ser auditadas, han de ser eficaz y eficientemente revisadas para, en caso de encontrar irregularidades, poner esos hechos en conocimiento de quien tenga que investigarlos desde una perspectiva penal. Lo que, en definitiva, resulta inadmisible es que pasemos, una vez más, por las cuentas de la Inquisición.