La crudeza de cualquier guerra no nos deja indiferentes, especialmente ante el sufrimiento infinito de seres humanos que hoy son ucranianos, también palestinos, sirios, yemeníes, afganos o kurdos y, mañana, podríamos ser nosotros mismos. Sin embargo, la defensa de esas víctimas y la oposición a la barbarie que representa toda guerra no nos puede arrastrar a un punto del cual sea difícil regresar o, dicho de otra forma, no nos puede llevar a abandonar los valores y principios sobre los cuales hemos construido una sociedad que asumimos y presentamos como moralmente superior.

Oponernos a una actuación brutal, incluso penalmente reprochable ―basta analizar el artículo 8 bis) del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional―, es nuestro deber, sin lugar a duda, pero, igualmente, debemos exigir que esa respuesta no solo sea proporcionada, sino, a su vez, adecuada y que la misma no se transforme en una suerte de bumerán que termine por destrozar aquellos valores, derechos y libertades que tanto apreciamos.

La respuesta que se dé debe estar a la altura de las circunstancias y estoy usando el término correcto: no se trata de dar una respuesta similar a la que se trata de reprimir, sino una que, con unos objetivos claros y dentro de un marco respetuoso de los derechos fundamentales, permita restaurar un estado de las cosas con el que podamos convivir sin que en dicho propósito perdamos aquello por lo que tanto hemos luchado.

Llevamos ya varias décadas en las que de forma sistemática se han ido debilitando, incluso suprimiendo, los mecanismos de control y exigencia de responsabilidades desde la perspectiva del derecho internacional. Y hoy, justo cuando parece que más se les necesita, nos damos cuenta de que se han degradado tanto que, tal vez, esos mecanismos e instituciones resultan ineficaces para la labor que se les quiere encomendar.

Los mecanismos de contención, para situaciones como la que actualmente se está viviendo en Ucrania, no es que estén fallando, sino que han sido prácticamente desmantelados en un proceso sistemático de abandono de la defensa de los derechos humanos por razones que algunos seniles y ardorosos políticos, hoy defensores de la libertad y antes silentes cómplices, algún día deberían explicar.

El derecho internacional, tan manoseado en estos días, claro que es un instrumento útil, válido y necesario para reconducir situaciones como la actual o, llegado el caso, exigir las responsabilidades en las que se haya incurrido, también en otras previas, pero se le ha ido maniatando, por intereses espurios y, sobre todo, porque se había convertido en un corsé que reprimía sus propias prácticas. El mejor ejemplo de lo que estoy hablando lo encontramos en la Corte Penal Internacional de la que hoy todos se acuerdan, pero de la que nadie quería saber nada cuando sus normas podían y debían ser aplicadas a poderosos amigos.

Ahora todos hablan del crimen de agresión e instan a que la Corte actúe en contra de Putin omitiendo datos esenciales como la posición de Estados Unidos, Reino Unido y otros países relevantes respecto a dicho tribunal en las pasadas décadas y cómo se han ido mermando la credibilidad y la capacidad de disuasión de un tribunal que nació para situaciones como ésta o como las que han venido sucediendo en Afganistán, Yemen, Palestina, Siria, Kurdistán y tantos sitios más, pero que nunca se ha usado contra los poderosos.

Pensar que como “estamos en guerra” todo es posible y todo es justificable implica una degradación que nos aparta de ese pedestal de superioridad moral desde el que estamos analizando la situación

Nadie quiso apoyar a la Corte cuando se trataba de investigar los crímenes de guerra cometidos por soldados británicos, holandeses, israelíes o de la rica Arabia Saudita y eso fue un error que seguramente no se reconocerá y que impidió una actuación efectiva de ese tribunal, con lo que en el plano de la impunidad, también de la legitimidad, ha tenido. En cualquier caso, reforzar a dicho tribunal es una buena idea si además se le dota de instrumentos legales y materiales para cumplir con su misión sin mirar contra quién actúa.

La exigencia de responsabilidades es un proceso que ha de hacerse siempre dentro del marco del estado de derecho, jamás al margen ni contra este y, mucho menos, a golpe de telediario ―práctica muy hispánica que nos ha llevado siempre a un proceso de reforma permanente del Código Penal―  o bajo los ardores guerreros de algunos seniles líderes que, tanto les da arrastrarnos hacia uno u otro escenario sin medir las consecuencias.

La respuesta que Europa dé a la actual situación en Ucrania marcará el propio futuro de la Unión y, seguramente, lo más sensato sería impedir que la senectud y los ardores belicistas de algunos altos responsables europeos nos arrastren a la destrucción de un marco convivencial que tanto ha costado construir.

El fuego no se combate con fuego y las vulneraciones de derechos humanos ni los mayores crímenes que se puedan o no cometer tampoco se combaten saltándose las reglas o cometiendo otros crímenes. Si abandonamos el marco legal del que nos hemos dotado, para combatir al maléfico, en dicho empeño nos habremos despeñado por un precipicio del cual difícilmente luego se podrá salir.

La Unión Europea ni puede ni debe combatir la actuación de Putin fuera del marco de los tratados europeos e internacionales y, mucho menos, saltándose lo establecido en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, porque, de hacerse, cuando pasen los efluvios belicistas, nos habremos quedado sin protección alguna no ya “contra Putin” sino contra los propios poderosos que nos gobiernan.

Pensar que como “estamos en guerra” todo es posible y todo es justificable implica una degradación que nos aparta de ese pedestal de superioridad moral desde el que estamos analizando la situación, nos pone al mismo nivel y, créanme, más temprano que tarde, esa degradación será usada en contra de todos. Creer que la renuncia a nuestros valores y derechos, porque “estamos en guerra”, será algo provisional y que lo retomaremos cuando todo esto acabe es un error, es un no entender que hay determinadas líneas que solo se cruzan una vez y que luego las situaciones no son reconducibles.

Creer, como hacen algunos, que suspender derechos es algo que no trae consecuencias o que, como “estamos en guerra”, se trata de medidas provisionales es una ingenuidad, una ignorancia o, peor aún, un ejercicio de profundo cinismo. En la guerra no todo vale y, además, del cómo se afronte una situación como la actual dependerá el escenario que nos encontraremos al final de este conflictivo momento.

Es evidente que, en una situación de conflicto, ya de confrontación, han de tomarse decisiones y algunas no son plato del agrado de nadie, pero tampoco hemos de perder de vista algo que es esencial: cada una de las medidas que se adopten deben ser analizadas críticamente para que el resultado no termine siendo recortes de libertades que, así lo demuestra la historia, siempre que llegan lo hacen para quedarse.

Las medidas que se están adoptando desde la Unión Europea, con un Borrell que fue persistentemente silente en otros conflictos, ni son las adecuadas ni son respetuosas con las propias normas de las que nos hemos dotado. Espero que el tiempo me quite la razón, pero, partiendo por la censura a medios de comunicación, veremos cómo, si hoy lo aceptamos mañana lo sufriremos.

Defender la libertad y la democracia en Ucrania me parece una necesidad, hacerlo aquí también y, sin embargo, resulta sorprendente que, por ejemplo, estados como Polonia ―nuestros aliados― detengan a periodistas y no solo no pase nada, sino que, además, se mire para otro lado porque “estamos en guerra”, en una guerra en la que habrá muchas víctimas, pero en la que, entre las primeras, ya están nuestros derechos y libertades y, de eso, nadie nos está hablando.

Si hemos de hacer la guerra, que así sea; pero lo que no puede ser es que lo hagamos a costa de aquello que tanto nos ha costado ganar y sobre lo cual siempre hemos establecido nuestra superioridad moral; si renunciamos a ello, nos igualamos y, al final, lo que no se sabrá es quiénes son los buenos y quiénes los malos o, mejor dicho, todos seremos malos… En definitiva, que la guerra no nos envilezca, porque entonces no habrá ganadores y perdedores, habremos perdido todos.