Cuando escuchamos hoy la palabra “genocidio”, con frecuencia aparece como un calificativo político, una etiqueta utilizada de manera casi automática para describir conflictos armados, violencias estructurales o tragedias humanas. El término se desliza con tal ligereza en los discursos y en las redes sociales que corre el riesgo de vaciarse de contenido. Esa banalización opera en dos direcciones igualmente peligrosas: tanto cuando se afirma sin rigor la comisión de un genocidio, como cuando se niega con idéntica ligereza su existencia. En ambos supuestos se erosiona el núcleo mismo de la prohibición y se debilita la seriedad con la que deben tratarse los crímenes más graves contra la humanidad. El genocidio no es una palabra cualquiera: es el crimen internacional por excelencia, el llamado “crimen de crímenes”. Comprenderlo exige un recorrido histórico y jurídico que explique su definición, su aplicación y el motivo por el cual los tribunales internacionales jamás han admitido que existan causas de justificación.
El término fue acuñado en 1944 por Raphael Lemkin, jurista polaco de origen judío y que terminó refugiado en Suecia. Buscaba una palabra que describiera lo que había ocurrido con los judíos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Para él, el genocidio iba mucho más allá de la aniquilación física: incluía también la destrucción cultural, lingüística y económica de un grupo. Se trataba de anular su identidad y su futuro como colectivo. Su empeño consiguió que, en Núremberg, la acusación empleara por primera vez el término, aunque el Tribunal Militar Internacional lo encuadró todavía bajo la categoría de crímenes de lesa humanidad. Aun así, ese precedente abrió la puerta a la consolidación de una figura autónoma, y Lemkin, con una tenacidad visionaria, se convirtió en el artífice intelectual de que el derecho internacional reconociera este crimen como algo distinto e irreductible.
Esa puerta se abrió definitivamente en 1948, con la aprobación de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. Allí se definió como los actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, enumerando entre los actos típicos la matanza, las lesiones graves, la imposición de condiciones de vida orientadas a la destrucción, la prohibición de nacimientos y el traslado forzoso de niños. Esa definición se convirtió en piedra angular del derecho internacional y, con matices, sigue vigente hoy. Sin embargo, dejó fuera a los grupos políticos, sociales o culturales y redujo el alcance del genocidio cultural que Lemkin había concebido. El énfasis quedó en la destrucción física o biológica, lo que ha generado un debate permanente sobre si la eliminación cultural de un pueblo también debería calificarse como genocida.
La jurisprudencia internacional ha sido decisiva para precisar sus contornos. El Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia, en el caso Krstić, reconoció la masacre de Srebrenica en 1995 como genocidio y reforzó la necesidad de probar no solo los actos materiales, sino la intención específica de destruir al grupo. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda, en el caso Akayesu, subrayó que la violencia sexual sistemática podía constituir genocidio cuando se dirigía a impedir la reproducción de un grupo étnico. Lo que convierte un crimen en genocidio no es únicamente la magnitud cuantitativa de las atrocidades, sino su finalidad cualitativa: exterminar a un colectivo por lo que es, y no por lo que hace.
Reconocer un genocidio no es tomar partido político, es defender los principios básicos que deben guiar a la humanidad. El silencio, la negación o el relativismo equivalen a socavar el consenso mínimo sobre el que descansa la convivencia global
Aquí entra en juego una distinción fundamental. Todo delito internacional exige mens rea, el elemento subjetivo del tipo penal, es decir, la intención o voluntad de cometer el acto prohibido. Pero en el genocidio no basta con el dolo genérico que acompaña a los crímenes de lesa humanidad o de guerra. Se exige una forma cualificada, el llamado dolus specialis: la intención específica de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. Esta es la clave de bóveda de la figura: no basta con demostrar que hubo matanzas, traslados o persecuciones masivas; es necesario acreditar que detrás de esos actos estaba la finalidad última de exterminar a un colectivo. Esa intención puede aparecer en discursos políticos, órdenes militares o planes escritos, pero también puede inferirse de patrones de conducta, de la magnitud de los crímenes o de la selección sistemática de las víctimas.
La exigencia del dolus specialis cumple una doble función. Primero, delimita con rigor el genocidio frente a otros crímenes internacionales igualmente graves pero diferentes en su esencia. Segundo, preserva la fuerza conceptual del término, impidiendo que se convierta en sinónimo de atrocidad genérica. Por eso es especialmente grave el comportamiento de quienes, por ignorancia, convicción ideológica o conveniencia política, niegan la existencia del genocidio allí donde concurren todos los elementos que lo configuran. Negar lo evidente no solo ofende a las víctimas, sino que constituye un acto de complicidad discursiva con el crimen mismo, porque busca erosionar la legitimidad de las denuncias y minar la capacidad del derecho para nombrar y sancionar lo intolerable.
No debe olvidarse que el genocidio es un crimen de ius cogens, una norma imperativa que no admite derogación. Desde Núremberg quedó claro que ni la obediencia debida, ni la defensa propia, ni el estado de necesidad, ni la utilidad militar sirven como justificación. Ningún tribunal internacional ha aceptado esas excusas: ni en la ex-Yugoslavia, ni en Ruanda, ni en la Corte Penal Internacional. Quien participa en un genocidio responde penalmente sin atenuantes, porque se trata de un delito que niega la condición misma de la humanidad compartida.
Hay crímenes que no admiten equidistancias, ni excusas, ni matices relativizadores, ni olvidos. El genocidio marca un límite infranqueable que ninguna ideología, simpatía o conveniencia política puede traspasar sin destruir a la vez la noción misma de humanidad
De ahí que sea inaceptable pretender relativizarlo. Frente al genocidio no caben equidistancias, excusas ni matices relativizadores. Quienes buscan justificar lo injustificable carecen de razón jurídica y moral. Y quienes pretenden diferenciar entre genocidios “buenos” o “malos”, “comprensibles” o “incomprensibles”, “justificables” o “injustificables”, no hacen otra cosa que erosionar el núcleo de la prohibición. Cuando concurren los elementos objetivos y subjetivos —incluido el dolus specialis—, lo cometa quien lo cometa, debe ser reconocido y denunciado sin titubeos.
Criticar la comisión de los más graves crímenes internacionales no significa alinearse con uno de los bandos enfrentados. Reconocer un genocidio no es tomar partido político, es defender los principios básicos que deben guiar a la humanidad. El silencio, la negación o el relativismo equivalen, en cambio, a socavar el consenso mínimo sobre el que descansa la convivencia global. Quien denuncia un genocidio no milita en un bando, sino en favor de la dignidad humana.
El genocidio es, en definitiva, la negación absoluta del derecho a existir de un grupo humano. Su recorrido histórico, desde su formulación en la posguerra hasta su consolidación en la Convención de 1948, pasando por la jurisprudencia de los tribunales internacionales y las adaptaciones legislativas en distintos Estados, refleja un esfuerzo constante de la humanidad por poner límites al horror. Banalizarlo —ya sea afirmando su existencia sin rigor, negándola con ligereza o introduciendo excusas relativizadoras— equivale a traicionar ese esfuerzo. Reconocerlo con precisión, en cambio, nos da las herramientas para comprender mejor la realidad y exigir justicia allí donde corresponde.
Y, sobre todo, nos recuerda que hay crímenes que, por su magnitud y su propósito de exterminio, no admiten equidistancias, ni excusas, ni matices relativizadores, ni olvidos. El genocidio, con su exigencia de dolus specialis, marca un límite infranqueable que ninguna ideología, simpatía o conveniencia política puede traspasar sin destruir a la vez la noción misma de humanidad