El 18 de junio de 2006 la ciudadanía de Catalunya aprobó, en referéndum, el estatuto de autonomía que definía a Catalunya como nación, que blindaba diversas competencias y al catalán como lengua de uso preferente y que, como gran novedad de aumento de poder político planteaba un sistema de justicia y de finanzas nuevo y autónomo para Catalunya. El 31 de julio de aquel mismo año, el PP llevó al Tribunal Constitucional 114 de los 123 artículos, es decir, casi todo el Estatut. Diversas comunidades autónomas aprobaron sus estatutos por aquella época y en algunos casos incluso calcaron algunos de los artículos denunciados por el PP pero con la diferencia de que estos el PP no los denunciaba, solo lo hizo con Catalunya.
Después de cuatro años de deliberaciones y corridas de toros, el 28 de junio de 2010, el Tribunal Constitucional emitió la sentencia que recortaba -aún más de lo que lo había hecho el Congreso español con el raspado de Alfonso Guerra- varios preceptos del Estatuto, entre ellos los principales: la consideración de Catalunya como nación, el blindaje de las competencias, el sistema de financiación y, para sorpresa de nadie, la creación de una especie de tribunal Supremo catalán que ya fuera final, es decir, que si alguna sentencia acababa allí ya no hacía falta que pasara por el Supremo español sino que o era sentencia firme o bien escalaba a Europa.
El PP llevó el Estatut al Constitucional en 2006 y después vinieron los juicios -y condenas- por el 9N y por el procés
Aquella sentencia provocó el momento cero de lo que después acabó siendo el procés porque en realidad era el último intento transversal de Catalunya por procurar un encaje dentro de España. El Estatuto venía a decir que si dejaban que Catalunya tuviera un régimen jurídico, político y económico singular, se sentiría más cómoda en España que no desde 1978. Y el Constitucional vino a decir lo contrario, que Catalunya debía seguir siendo la misma que desde 1978. Fue aquí donde miles y miles de catalanes que ya se sentían cómodos nacionalmente con un marco constitucional español un poco ampliado vieron que la única opción de mantener esta comodidad nacional era que Catalunya pasara a ser un estado independiente.
Para constatar electoralmente este cambio, el gobierno de Artur Mas convocó una consulta, perfectamente legal -porque era consulta y no referéndum- en la que se llamó a la ciudadanía de Catalunya a una votación no vinculante legalmente para que contestara si prefería que Catalunya deviniera un estado y en caso de que sí, si lo prefería dentro de España (régimen federal) o independiente totalmente. A pesar de que se dejó claro el carácter no vinculante de la consulta y que era perfectamente legal, el 9N también acabó en los tribunales esta vez por la denuncia inicial de Societat Civil Catalana y otras ONG’s similares sin ánimo de lucro. Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau fueron inhabilitados durante dos años por una jornada que la justicia y la policía española permitieron su celebración y que persiguió a posteriori.
La instrucción del caso Pujol ha durado 11 años; la del fiscal general del Estado, 20 meses
Y después vino el 2017 con la celebración del 1 de octubre, la activación del 155, la prisión preventiva y el exilio para unos líderes políticos y sociales que, simplemente, promovieron otra jornada electoral para que la ciudadanía de Catalunya votara. Con la misma voracidad con la que se persiguen bandas terroristas, el estado español desplegó con porras y togas, un combate contra urnas y votos. Aquello acabó con decenas de causas judiciales, algunas de ellas todavía abiertas, si bien el juicio emblema fue el celebrado en 2019 en el Tribunal Supremo y que acabó con altas penas de prisión e inhabilitación para la cúpula de aquellos días.
Y este lunes comienza en Madrid, en la Audiencia Nacional, el juicio a otra época, el juicio contra la familia Pujol. La confesión de hace 11 años del president Pujol acabó derivando en una causa alargada, inflada e irregular que ha desembocado en una vista oral en la que se le acusa de ser cabeza de una organización criminal. Hay quien considerará que poner este juicio en el mismo saco que el resto es poco riguroso, y seguramente pertenece a otra división, pero nadie puede negar el sustrato político que tiene el juicio. Y menos después de que haya quedado acreditada la lawfare como arma de instrucción masiva. Es cierto que una parte de España se ha dado cuenta esta semana, pero nunca es tarde. El fiscal general del estado ha sido condenado en una instrucción fulminante, un juicio exprés y una condena dictada en menos de una semana. Entre el famoso correo filtrado (publicado el 13 de marzo de 2024) y la inhabilitación efectiva de Álvaro García-Ortiz (21 de noviembre de 2025) solo han pasado 20 meses. Entre la confesión de Jordi Pujol (25 de julio de 2014) y el inicio del juicio (24 de noviembre de 2025) han pasado 11 años y 4 meses.
Y la ley de amnistía está en vigor desde el 11 de junio de 2024. Un año y cinco meses después todavía no se ha aplicado del todo, es decir, no se ha aplicado. A pesar de que el Tribunal Constitucional no le ha visto indicios de inconstitucionalidad y el abogado general de la Unión Europea menos aún, Carles Puigdemont, Toni Comín y Lluís Puig no solo no saben cuándo podrán volver a casa sino que no tienen la garantía de que puedan hacerlo. Mientras nadie obligue al Supremo a levantar las órdenes de detención, la amnistía continuará no aplicada a efectos prácticos. Esto nunca pasará antes del primer trimestre del año que viene. Este 2026 harán veinte años de la denuncia del PP contra el Estatut. En términos estadísticos, veinte años son una generación. Catalunya lleva, literalmente, una generación bajo juicio.