Llega una época del año que parece que todo se acelera. En mi caso, como en el de mucha gente, parece que el mundo se acaba el último día de julio. Quien no está en la universidad, se piensa que los profesores empezamos vacaciones por la verbena de San Juan, y con un tono un tanto displicente me preguntan: ¿qué?, ¿ya de vacaciones?...

Tengo que admitir que me molesta el tono socarrón, porque además que la pregunta demuestra un desconocimiento absoluto de la realidad, julio es justamente el periodo en el que más temas hay que acabar. Parece que no se entienda que el profesor de universidad no sólo hace la docencia durante el curso, sino que en julio hay que acabar, presentar y evaluar un montón de trabajos finales de grado y de máster, por no hablar de los proyectos de investigación que hay que justificar o solicitar para pedir financiación, los artículos científicos que se han acumulado y queremos enviar antes de vacaciones, los pedidos que hay que hacer antes de que la administración de la universidad cierre en agosto, además de la lista de "cosas que hacer" que vamos dejando expresamente durante todo el año, para reanudar en la época estival, justo antes de ir de vacaciones. Todo eso y más, como superar el revuelo que supone enviar a los hijos de campamento, cuando hay que pensar y planear antes que nada cuál es el equipamiento mínimo para que los hijos "sobrevivan" unos días fuera de casa haciendo muchas actividades. Seguro que muchos de vosotros habéis "sufrido" en carne propia las colas inverosímiles que se producen entre junio y julio en ciertas tiendas bien conocidas de deportes, donde acudimos el último día en el último minuto, cuando nos damos cuenta de que las sandalias o las botas de senderismo ya no les caben en los pies, no sabemos dónde fueron a parar las gafas de piscina del año pasado, y vamos a adquirir todos los detalles que nos hacen falta.

Mientras duren las vacaciones, habrá miradas y carcajadas de complicidad, conversaciones familiares de aquellas que sólo se pueden tener cuando no se mide el tiempo

Pero bien, agosto ya ha llegado, y con él, bajamos las persianas de casa y del trabajo por unos días. Las vacaciones han empezado. Coche, carretera y manta con toda la familia. En mi caso, en un pueblo de la tierra firme, donde nació mi madre, viven una serie de tíos y primos, y tenemos una casita de veraneo. Padres, hijos, hermanos y sobrinos, entran y salen, y nunca sé del todo cuántos seremos para comer o cenar. Cuando me levanto por la mañana, en lugar de pensar en artículos y proyectos, repaso mentalmente lo que hay que ir a comprar para hacer la comida. No tenemos wifi y eso hace que encender el ordenador para mirar el correo me cueste más que menos. Los días son luminosos de buena mañana y el calor aprieta, aprieta mucho. Esperamos la marinada, pero a principios de agosto el calor es tan intenso que ni llega ni se nota. Por la noche, al lado del jardín, todavía se pueden ver las estrellas a pesar del alumbrado. No tantas como veía cuando era pequeña, pero todavía puedo distinguir los "dos carros", tal como me enseñó mi padre, la Osa Mayor y la Menor. Con un poco de suerte y si nos ponemos con la luz apagada, podemos ver las lágrimas de San Lorenzo, las cometas fugaces de las Perseidas que nos visitan cada verano. Los jóvenes juegan a las cartas, chillan, se enfadan, ríen, corren, nadan, charlan. El abuelo les enseña la diferencia entre un rastrillo y un escardillo.

Quien no nos trae melocotones del árbol, nos trae peras, quien no, pimientos o tomates. Todo maduro, recién cogido del árbol o la mata. Redescubrimos el sabor y la textura. La buena carne y la comida de casa. Los pájaros gorjean todo el día, pero al anochecer son los murciélagos los que se divisan en el cielo de poniente. Conversaciones tranquilas, que se alargan. Calma.

El tiempo se ralentiza. No se detiene, no, ya lo sé; pero es un periodo de calma que, quizás, al contrastar con las prisas del julio y las que volveré a tener en septiembre, puedo saborear poco a poco. Con más causa y con más pausa.

Cada año, sólo unos días que vienen y se van. Cuando sople la marinada recogeremos el toldo, cerraremos las puertas que permanecían abiertas, guardaremos las sillas de anea y iniciaremos el camino hacia la ciudad, pero mientras duren las vacaciones, habrá miradas y carcajadas de complicidad, conversaciones familiares de aquellas que sólo se pueden tener cuando no se mide el tiempo. Conversaciones intrascendentes, la mayoría, otras más profundas, que vuelven más adelante en momentos insospechados. Recuerdos que dan color y olor a nuestra vida, que la enmarcan y le dan sentido. Vacaciones.