Una de las tareas que nos corresponde hacer a los profesores de Universidad es participar en los concursos para adjudicar plazas a investigadores más jóvenes. Puede tratarse de una oposición pública, bien sea para un puesto de trabajo con contrato indefinido, bien sea para contratos o becas temporales. Este año y por sorteo (y no sé si decir por buena o mala suerte), me han nombrado miembro de varios tribunales. Es una tarea difícil, en la que tienes que intentar ser justo y ponderado con el fin de evaluar los méritos y calificaciones de un pequeño número de concursantes con ecuanimidad. Esta semana ha sido especialmente dura. Después de cuatro días de sesiones maratonianas, he vuelto triste, pesarosa e indignada, a la vez que satisfecha. Esta lucha de sentimientos encontrados me ha dejado emocional y racionalmente agotada.

Os pongo en situación. El concurso es oral. Los concursantes hacen una primera defensa de sus méritos curriculares y, si superan este primer ejercicio, optan a un segundo en el que proponen un proyecto de investigación que desarrollarán en los próximos años si pueden acceder a este puesto de trabajo tan codiciado, con contrato indefinido. Justo parece que se les otorgue la entrada al Olimpo pero no, estamos hablando de un puesto de trabajo que les permitirá pedir financiación (en convocatorias muy competitivas), dirigir y formar a nuevos investigadores (conseguir becas para pagar a los estudiantes también es más competitivo), hacer investigación (que revierte en beneficio de toda la sociedad), con un sueldo muy ajustado y con un horario que es flexible, pero que al mismo tiempo no tiene límite. Imaginaos por un momento que sois un miembro de este tipo de tribunal. Tenéis que leer, ponderar, valorar, preguntar y, finalmente, debatir, con el fin de escoger y seleccionar al mejor. ¿Cómo juzgaríais? ¿Qué criterio utilizaríais? ¿Cómo escogeríais a los mejores candidatos? ¿Seríais duros en vuestras preguntas y juicios?, ¿o utilizaríais una manga ancha y sálvese quien pueda? Poneos en situación. Quizás conocéis a algunos de los concursantes y sus circunstancias personales. O quizás sois colaboradores, u os los encontráis cada día por el pasillo, en el metro o a la hora del almuerzo. A los científicos muchas veces se nos acusa de ser endogámicos y de pecar de amiguismo, pero creo que esta concepción que la gente tiene, siempre con una visión muy parcial de la realidad, es injusta. No es fácil ser ecuánime cuando lo que juzgas y repartes es una única plaza que implica, permitidme la expresión, la vida o la muerte científica. Ser ponderado y justo, cuando el sistema impone una competitividad desaforada y que, de manera caprichosa e inconsciente, echa a quien no llega el primero en una carrera sin límites.

Un país que echa del sistema a la gente mejor cualificada y mejor formada, que tendrá que buscar patentes y conocimiento fuera porque no ha sabido mantener sus cerebros. Un país que apuesta por un presente incierto porque no sabe invertir en futuro

Yo os puedo decir que esta semana no se la deseo a nadie. Juzgar a diez personas que tienen méritos sobrados para la plaza a la que se presentan, saber que tienes que escoger y distinguir y seleccionar... Los científicos que se presentan hace años que estudian e investigan, años de carrera científica en laboratorios internacionales (no hablamos de un año o de dos, hablamos de cuatro y cinco y diez años de vida lejos de tu familia), con el fin de conseguir los méritos suficientes. Todos trabajan en temas relevantes, todos hacen un esfuerzo magnífico por hacernos comprender la relevancia y la visión innovadora que aportan al gran edificio de la ciencia. La mayoría de los opositores tenían entre 35 y 45 años, con obligaciones familiares y también profesionales, que al mismo tiempo están formando a investigadores más jóvenes, mientras luchan por tener un salario asegurado año tras año. Un orgullo por su capacidad y persistencia, una vergüenza para un sistema público que invierte primero dinero para formarlos, pero que los acaba manteniendo precariamente porque no hay dinero para sostener ninguno de los pilares básicos de la sociedad. No hay dinero para la educación pública, no hay dinero para la sanidad pública, no hay dinero para la investigación pública. Estamos gestionando miserias, y un montón de políticos, con muchos menos méritos, se llenan la boca diciendo que somos un país fantástico. Un país que echa del sistema a la gente mejor cualificada y mejor formada, que tendrá que buscar patentes y conocimiento fuera porque no ha sabido mantener sus cerebros. Un país que apuesta por un presente incierto porque no sabe invertir en futuro.

Quizás puedo decir que, dentro de todo, he tenido suerte. O quizás han tenido suerte los concursantes. Como todos los miembros del tribunal admitimos en una de las reuniones de debate, ninguno de nosotros éramos personas agresivas. Cuando sabes que sólo podrás dar un puesto de trabajo estable y que a los otros los condenas a trabajos de año en año, o quizás a abandonar la carrera científica, no hay que ensañarse. Con dos preguntas bien hechas, con amabilidad y respeto, puedes juzgar la valía relativa de todos los candidatos. No hay que hundir a quien no puede defenderse y sobre quien tienes poder de decisión. Hay que mantener el respeto, siempre. Creo que el sarcasmo, la crítica, incluso la ironía fina sólo se pueden hacer servir entre iguales, aunque yo no soy partidaria nunca de ello. Dignidad, por encima de todo, dignidad. Sobre todo cuando gestionas miserias y sabes que, a pesar de dar la plaza al mejor candidato o candidata, los otros también se lo merecen sobradamente. Justicia e injusticia, al mismo tiempo. Tristeza y satisfacción, al mismo tiempo. Sin menospreciar a nadie, hemos hilado muy fino y hemos seleccionado a una persona (de forma muy merecida, sin ningún tipo de duda), dejando a otros en el lodo de la incertidumbre, sin solución de continuidad.

Hay que advertirlo, este sólo es un síntoma que, desde hace ya unos años, se repite día si y día también. Si no le damos la vuelta, si no invertimos más dinero (no hace falta tanto, si lo comparamos con tantísimos gastos en munucias) en asegurar que nuestros mejores científicos tienen apoyo, les damos medios y les aseguramos un puesto de trabajo, seremos un país pequeño y herido, que nunca acabará de levantar la cabeza, hundida en burocracia y mediocridad, que tiene que comprar el conocimiento generado en otros países que invierten más dinero en investigación. Nos estamos empobreciendo intelectualmente porque estamos haciendo una selección negativa y escogemos, a mínimos, entre los científicos más capaces, los más formados, los más innovadores. Es como si en una empresa que necesita a 100 personas capaces, sólo le dejan escoger a una. Lo podéis mirar como queráis, pero es una pésima gestión de recursos humanos, que tiene una proyección de menosprecio, frustrante y devastadora, hacia las personas más preparadas, más luchadoras y más motivadas. Por eso tantos científicos se van fuera y ya no pueden volver, porque si vuelven, no hay lugar para ellos. Hemos invertido en su formación para dejarlos perder, ¡cuánto talento desperdiciado! Si nos quedamos sin científicos, nos quedamos sin futuro.