Aprovechando estos días de medio vacaciones y el puente de Todos los Santos, muchos de los que vivimos en la ciudad buscamos nuevos escenarios y ampliar horizontes. El día es más corto pero todavía no se ha impuesto el frío. La ciudad empieza a verse gris y necesitamos romper un poco con tanto espacio construido y vehículo circulando. Probablemente nos inquieta no tener horizontes amplios, y nuestro inconsciente pide hacer una inmersión en la naturaleza, ni que sea de forma muy controlada. Una buena opción para los que somos urbanitas (aunque sea por obligación) en esta época del año es visitar pueblos y regiones del interior, recorriendo el territorio próximo.

Convendréis conmigo que el otoño en el bosque tiene algo bucólico en nuestro imaginario. A mí, en particular, el otoño es el movimiento que me gusta más de Las cuatro estaciones de Vivaldi, y me hace sentir entre melancólica y exultante, según el día. Seguidme un momento y acompañadme en este ejercicio. Cerrad unos instantes los ojos, y pensad en el otoño... y casi a ciencia cierta que, con la mente, declinaremos todos los colores cálidos de los árboles caducos contrastando con el verde intenso de las encinas, probaremos el olor entre dulce y ahumado de las castañas y boniatos, inspiraremos el aroma del suelo húmedo, nos imaginaremos cogiendo setas en medio de un montón de hojas doradas y crujientes, y soñaremos volver de un paseo y encontrarnos con la chimenea encendida para sacarnos de encima el frescor húmedo...

A veces, no somos conscientes de que muy cerca de nosotros tenemos escenarios que son maravillosos

Pues lo cierto es que la realidad supera con creces nuestra imaginación, sobre todo cuando estamos rodeados de familia y amigos. Buenas vistas, buena comida y buena compañía. Seguro que todos vosotros tenéis vuestro lugar preferido, nosotros nos hemos decidido por un sitio que todavía no conocíamos. En medio de la sierra del Montsec, en tierra de embalses de los dos ríos Noguera, cuando las luces se apagan a medianoche no se ve nada más que miles de puntos diamantinos titilando sobre terciopelo negro. Por eso aquí encontramos el observatorio del Montsec, dicen, uno de los mejores en el Sur de Europa por la calidad del cielo, con muchas noches al año sin nubes ni contaminación lumínica que nos empañen la visión. No hay verdadera salida que nos permita volver a la ciudad sintiéndonos renovados por dentro si no está aliñada con un poquito de esfuerzo, una buena caminata que nos haga volver a sentir aquellos músculos, infrautilizados habitualmente, que tenemos olvidados y no sabemos que existen hasta que se quejan por cansancio. Entonces y sólo entonces, los humanos de ciudad sentimos que hemos pagado el peaje para sentirnos más cerca de la naturaleza. También os tengo que decir que este cansancio no desmerece ni un poco el imponente paisaje que hoy hemos disfrutado, trotando por caminos, canchales, puentes colgantes, arroyos, brechas, estanques y escaleras durante seis horas. El desfiladero de Mont-rebei y las roqueras de Montfalcó, en la frontera de las comarcas ribagorçanes, son sencillamente espectaculares. Hemos tenido suerte y el día que hoy hemos disfrutado era diáfano, sin ni una pizca de viento que rompiera el espejo del agua, talmente, que cuando ha pasado una barquita, las olas generadas, plásticas y armónicas, no rompían contra los lados, sino que hacían de cola, inverosímilmente simétrica.

Y en esos momentos, me ha invadido un sentimiento de plenitud, de paz interior y, al mismo tiempo, exultación. No me he podido privar de pensar que era una privilegiada, y que todo lo que estaba viendo era como un escenario imponente, un escenario de película. Todos sabemos que hay lugares naturales maravillosos por todo el mundo, incluso es probable que ahorremos para poder ir a verlos algún día... pero, a veces, no somos conscientes de que muy cerca de nosotros tenemos escenarios que también son maravillosos. No hemos visto tantas fotos en Instagram, en Facebook o en los catálogos de las agencias de viaje; en lugar de ir en avión, están a un rato de coche y de carreteras poco transitadas y con muchas curvas, pero aquí, arrimada a la pared del desfiladero y a medio metro del precipicio hasta el agua, viendo como la luz del sol se abre paso entre las paredes verticales y tornasola el agua turquesa, me he sentido como una miembro más de "La hermandad del Anillo", llevando un tesoro mágico y oscuro hacia su destino. Cada paso por los puentes colgantes, que vibraban bajo nuestros pies, me acercaban al objetivo; cada paso por las escaleras de madera colgadas, que serpentean por una pared vertiginosa de caída libre, me acercaban más a la entrada de un Mordor luminoso y único. Pura magia.

¿Qué más os puedo decir? Si yo me dedicara a buscar nuevos escenarios... ya habría encontrado el escenario de la próxima película.