Hace mucho tiempo, demasiado, que la situación en Gaza ha superado cualquier línea roja propia de una sociedad mínimamente civilizada. El nivel de sufrimiento y la privación de la dignidad humana que ahí se experimentan desde hace tiempo —insisto que demasiado—, han superado cualquiera estándar, ya sea ético, moral o legal.

Superados ya los 60.000 muertos, una gran parte de los cuales niños y ancianos, desde hace unas semanas hemos entrado en una fase todavía más aterradora, donde el hambre es utilizada como arma de guerra. Algo que, hay que recordar, es un crimen de guerra y de lesa humanidad, y que, como tal, no debería quedar impune. Una situación que hacía meses que se sabía que acabaría llegando, especialmente a partir del momento en el que Israel, con el apoyo de EE.UU., prohibió la actividad en Gaza de las agencias humanitarias internacionales, empezando por la UNRWA. Una política inhumana que se intentó edulcorar con la creación de la infame "Fundación Humanitaria de Gaza", que no solamente no ha resuelto la problemática, sino que se ha convertido en instrumento de una deshumanización que solo se puede calificar de bárbara.

Y es que ningún proyecto político, ni religioso, ni nacional —tampoco de supuesta liberación nacional— puede justificar lo que está pasando en Gaza; y todavía menos si quien lo lleva a cabo son básicamente las instituciones de un país que, hoy por hoy, sigue siendo, in foro interno, una democracia.

Evidentemente, el inicio de todo ello se encuentra en los terribles ataques del 8 de octubre de 2023. Ataques atroces, pero que no pueden ser utilizados como justificación de un intento de limpieza étnica a gran escala. Y más cuando, hace unas semanas, el mismo The New York Times publicaba un amplio y profundo reportaje que demostraba (después de más de cien entrevistas, algunas de ellas del más alto nivel) que la prolongación de este conflicto respondía más a los intereses políticos del propio Netanyahu que a otros motivos.

Evidentemente, también está la cuestión de los rehenes, resultantes de los mencionados ataques del 8 de octubre, como nos han recordado las deplorables imágenes distribuidas recientemente por Hamás, el otro gran culpable y el origen de esta ecuación diabólica. Pero cualquier persona que haya seguido mínimamente la actividad y la postura de las asociaciones de familiares de los rehenes, sabrá que hace tiempo que se han posicionado duramente contra el gobierno de Netanyahu. Sobre todo ante la constatación de que la liberación de sus familiares tampoco ha sido nunca la prioridad de su gobierno, ese que, en teoría, tenía que protegerlos y que no lo hizo.

Los atroces ataques del 8 de octubre de 2023 no pueden ser utilizados como justificación de un intento de limpieza étnica a gran escala

Y ante todo esto, el papel de Europa, y más específicamente de la Unión Europea, es de nuevo especialmente triste. Incapaz de articular ninguna posición conjunta con un mínimo de valor o peso. Sin capacidad, o voluntad, de influir realmente, cuando podría tener —solo con un poco de voluntad política— instrumentos para hacerse valer e incidir de verdad. Ciertamente, Francia ha anunciado el reconocimiento del Estado Palestino en septiembre ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el primer país del G-7 en hacerlo; y eso ha facilitado posturas similares de países relevantes, como el Reino Unido o Canadá, entre otros. Es más, incluso Alemania —que tradicionalmente da un apoyo monolítico a Israel como resultado de su política de responsabilidad histórica— ha empezado a hacer públicas sus discordancias con las políticas de Israel, tanto en Gaza como en los demás territorios palestinos.

Porque tampoco podemos olvidar las acciones que grupos sionistas ultrarradicales están llevando a cabo en paralelo, de nuevo desde hace demasiado tiempo, en Cisjordania, con la complicidad —e incluso el apoyo— de la policía y el ejército israelí. Asediando a la población palestina local, arrebatándoles tierras y continuando con la expansión de los asentamientos ilegales.

Y ante todo esto, como decía, en muchas capitales europeas —pero sobre todo en Bruselas— hay muchas dudas y titubeos. Como mucho, amenazas tan poco creíbles que no tienen ningún efecto, con una Comisión cada vez más dominada por el miedo —como, desgraciadamente, hemos visto también respecto de las negociaciones sobre los aranceles con EE.UU.— y con una credibilidad que se va erosionando por momentos. Algo que, seguramente, acabará teniendo efectos políticos tanto para sus miembros como, incluso, para la propia institución.

Hace unos días, el reconocido escritor israelí David Grossman hablaba "con inmenso dolor" de "genocidio", añadiendo "todo esto es devastador". No es el primero: en una carta al periódico británico The Guardian, treinta y una figuras públicas israelíes —incluyendo a un expresidente de la Knéset y un exfiscal general de Israel— pedían, también hace pocos días, una mayor contundencia de la comunidad internacional con respecto a su país, para revertir la actual situación a Gaza. Igualmente, hace unas semanas, el ex-primer ministro israelí Ehud Olmert calificaba de "campos de concentración" y de "limpieza étnica" algunas de las propuestas efectuadas desde el gobierno de Netanyahu con respecto a Gaza.

Parafraseando la presidenta del Comité Internacional de la Cruz Roja, Mirjana Spoljaric, cada vacilación política, cada intento de justificación de los horrores que se cometen bajo vigilancia internacional, será juzgado para siempre como un fracaso colectivo de la humanidad. Esta tragedia, pues, tiene que acabar inmediatamente. Aquellos que creemos en la dignidad humana y en un orden internacional regido por normas tenemos que alzar la voz. Porque los que callan, o los que pretenden ignorar lo que está pasando, también son cómplices.