No es difícil acertar si dices que la lectura de las aventuras de Astérix y Obélix formó a mucha gente en el humor, pero también que aprendimos más del imperio romano en tres viñetas de Goscinny y Uderzo que en todos los años de la escuela. Tampoco es muy difícil acertar en que las aventuras de Tintín eran la cara complementaria de muchos de esos lectores, por más que fuera un periodista que nunca tomó ninguna nota de nada.

Esta semana ha muerto Frederick Forsyth, quien seguramente —tampoco es muy difícil acertar— era el siguiente paso de esos lectores de Astérix y Tintín. Seguramente, porque en muchas de las casas de cierta época, había libros de este hombre nacido en Ashford, Kent, en 1938, que se dedicó unos años al periodismo internacional y que fue espía del MI6 antes de probar suerte en la ficción porque "iba corto de dinero".

Desde Chacal, Forsyth se convirtió en uno de los nombres más populares del thriller político, lo más parecido a una serie Netflix que existía entonces. Lo que él contaba podría servir para vender una serie a cualquier plataforma. "La clave del éxito es que hay una doble persecución: por una parte, la del asesino que quiere matar a De Gaulle. Y por otra, la de los servicios de inteligencia franceses persiguiendo al asesino". Y lo tienes vendido. O no. Quizá te pongan las mismas pegas que le pusieron a él: ya saben que no matan a De Gaulle.

De la gente a la que admiras, siempre es mejor no saber demasiadas cosas

En fin, era la misma época en la que en las estanterías de las casas también encontrabas los libros de Dominique Lapierre y Larry Collins. Otra puerta abierta al entretenimiento y al conocimiento, que podía hacerte encontrar la emoción en la historia del descubrimiento del virus del sida.

Forsyth, el autor, no se podía desligar de su obra, por su pasado mítico, por su elegancia. Pero de la gente a la que admiras, siempre es mejor no saber demasiadas cosas. En el caso de Forsyth, en los últimos años hizo bandera de su conservadurismo y euroescepticismo y trabajó para hacer realidad el Brexit. No ocurrió lo mismo con Dominique Lapierre, pero sí con uno de los personajes reales de Más grandes que el amor, Luc Montagnier, que dilapidó su prestigio tras ganar el Nobel por descubrir el VIH convirtiéndose en un antivacunas. Fue repudiado por la comunidad científica, creía en la memoria del agua y recomendaba comer papaya contra el párkinson. Y, en fin, también el padre de Tintín fue acusado de nazi y hoy es cancelado por racista.

Podríamos pensar que suerte que nos quedan Astérix y Obélix, pero incluso con nuestros amigos galos se ha abierto el debate sobre su simbología política. ¿A lo mejor Astérix era el antecesor de Le Pen? ¿O era Obélix el ejemplo y el bigote en los que se fijó José Bové, exlíder de la izquierda ecologista y antiglobalización, para arrasar los McDonald's como si fueran un campamento romano?

Son dos opciones distintas, pero quizás mejor no pensar mucho en ello y limitarnos a recordar los momentos de entretenimiento y, al fin y al cabo, de felicidad de la lectura de sus obras. Lo que, por cierto, también es aconsejable en el caso de algunos autores catalanes y españoles, por supuesto.