El presidente Puigdemont acabó de liquidar ayer el pujolismo con los últimos golpes de volante que hizo para intentar un pacto de última hora con el Estado. Toda una cultura política murió ayer gracias a la desafortunada actuación que el presidente de la Generalitat tuvo con su intento de traicionar el mandato del 1 de octubre a cambio de concesiones que le permitieran salvar su partido de una debacle sin paliativos.

Roto por las presiones que le pedían convocar elecciones autonómicas con la excusa del artículo 155, Puigdemont puso en evidencia hasta qué punto el autogobierno es un instrumento del Estado español. Incapaz de superar una cultura política que traficaba con los sentimientos de los catalanes a base de demonizar España para poder hacerle chantaje, Puigdemont se encontró atrapado entre los clamores de la calle y la intransigencia del PP.

Como pasó con el referéndum, la vieja guardia de CiU que todavía domina PDeCAT calculó mal. Ni ERC, ni la CUP, ni Demócratas aceptaron los argumentos del presidente, que se vio asaltado, y psicológicamente abatido, por los mismos fantasmas de la historia, llenos de sangre y violencia, que el pujolismo siempre ha utilizado para justificar sus juegos de manos y presentarse como un padre protector de los catalanes.

Si los diputados de PDeCAT votan mañana las leyes de Transición Nacional, la aplicación del 155 se convertirá en una oportunidad fantástica para demostrar que el Estado español ha ido a la quiebra en Catalunya. Mientras escribo eso las noticias ya empiezan a anunciar que el PP y el PSOE están tratando de pactar una suavización del artículo 155 para intentar dar aire a los sectores llamados equidistantes y no ponerse en un avispero incontrolable.

A diferencia de Pujol y su mundo, la Moncloa se ha dado cuenta de que los equilibrios de poder que gestionaban el problema catalán son insostenibles y trata de apropiarse de la Generalitat para frenar el independentismo y ganar tiempo. Eso explica que los partidos que más habían combatido el Estatuto sean los que ahora más lo reivindican e, incluso, que algunos pidan la aplicación del artículo 155 con el argumento cinico-dramático que es el único camino para restablecer la autonomía.

Si Puigdemont es inteligente mañana sacará adelante la declaración de independencia, protegerá las conselleries, no aceptará los ceses y aplicará tan pronto como pueda la ley de pobreza energética que la justicia española tumbó. Si no, si trata de volver a empatar con España de nuevo, quedará engullido por la lucha de oligarquías corruptas de Madrid y de Barcelona que utilizan el conflicto catalán para sus intereses.

Como se ha venido demostrando desde el 2009, el país está mucho más preparado para separarse de España que sus políticos. Pero aun así, sólo hacen falta líderes que, en vez de despreciar la democracia, respeten de manera noble y limpia la voluntad del pueblo que representan. Ahora mismo, nada protege mejor el gobierno de Puigdemont, y los partidos que lo sostienen, que los catalanes que participaron en el referéndum.

La energía que pueden liberar más de dos millones de ciudadanos movilizados para defender su voto, tiene casi la fuerza de un Estado. Si Puigdemont entiende eso, dentro de unos años nadie recordará que los líderes del independentismo han estado siete años improvisando. Todo lo que se recordará es que el autonomismo que tan bien gestionó Pujol estaba pensado para destruir las condiciones políticas que podían permitir a los catalanes luchar por su libertad, mientras se pretendía justamente todo el contrario.