Era el 14 de febrero de 1989, en Radio Teherán. Delante del micrófono estaba el ayatolá Ruhollah Jomeini, líder religioso de Irán. La expectación era máxima: estaba a punto de emitir una fetua de muerte. Estas eran sus palabras: "En el nombre de Alá, somos de Alá y a Alá volveremos".

"Informo a todos los valientes musulmanes del mundo que el autor de Los versos satánicos, un texto escrito, editado y publicado contra el Islam, el Profeta del Islam y el Corán, junto con todos los editores y las editoriales conscientes de su contenido, están condenados a muerte. Hago este llamamiento a todos los musulmanes valientes, estén donde estén en el mundo, para que los maten sin demora, a fin de que nadie ose insultar, nunca más, las creencias sagradas de los musulmanes. Quien muera por esta causa será mártir, si Alá lo quiere. Mientras tanto, si alguien tiene acceso al autor del libro pero es incapaz de llevar a cabo la ejecución, tendrá que informar a la gente para que sea castigado por sus acciones. Que la paz y las bendiciones de Alá estén con vosotros."

El resultado de aquella fetua que acababa con la palabra paz, pero venía cargada de muerte —"es una bala que no se detendrá hasta que llegue a su objetivo", diría proféticamente Alí Jamenei, ha sido un largo y trágico colofón teñido de violencia y de sangre. El escritor Salman Rushdie y todos los editores y traductores de su obra quedaban situados en la diana del fascismo islamista, y, treinta y tres años después, el resultado sería brutal.

La lista es larga, pero necesario de recordar: amenaza de bomba a la editorial Viking; manifestaciones en barrios musulmanes ingleses, con quema pública del libro en la ciudad de Branford; bombas incendiarias contra librerías inglesas; gran manifestación en el Hyde Park, con amenazas explícitas contra la editorial Penguin; violenta protesta ante el Centro Cultural de los Estados Unidos en Islamabad, con un resultado de cinco muertos y 70 heridos; manifestación en Cachemira, con un muerto y un centenar de heridos; violentas manifestaciones en Bombay, con diez muertos y 600 heridos; el ayatolá Jomeini ofrece tres millones de dólares a quien asesine a Rushdie; miles de musulmanes airados manifestándose en Nueva York; explosiones en dos librerías de Berkley; asesinato en Bruselas de dos líderes musulmanes moderados, contrarios a la censura del libro; magna manifestación, con decenas de miles de musulmanes, en el centro de Londres; intento de asesinato de Rushdie con una bomba que le estalló al terrorista y voló dos plantas de un hotel en Londres; intento de apuñalamiento de Ettore Capriolo, el traductor al italiano de Los versos; asesinato de su traductor al japonés, Hitoshi Igarashi; atentado en Sivas contra Aziz Nezin, traductor al turco de la novela, mueren 37 personas; tiroteo en un intento de asesinato de William Nygaard, editor de la novela en Noruega; acusación de blasfemia (con condena a muerte) contra el traductor al kurdo Barmak Behdad; y, finalmente, el atentado de este viernes contra el propio Salman Rushdie, con un resultado todavía incierto. La bala profetizada por Jamenei ha llegado, pues, a su destino, y con ella se cumple la voluntad del totalitarismo islamista contra el pensamiento, el humanismo y la libertad. Han sido treinta y tres años de ataques reiterados contra el derecho a pensar, a escribir, a publicar, a traducir, a leer, y durante estos treinta y tres años, han sido muchos los que se han cubierto de vergüenza.

Rushdie es un símbolo del derecho a pensar, a escribir, a opinar, y por eso le ha perseguido brutalmente una ideología del mal. Representa la resistencia ante el totalitarismo, es su némesis, y nuestro escudo

Hablar de Salman Rushdie obliga a la ambivalencia, porque hay que hablar de la valentía, pero también de la cobardía; de la resistencia, pero también de la sumisión; pues han sido muchos los cobardes que han callado, escondido, retirado, negado, criticado y abandonado la causa que Rushdie representaba. En cierto modo, Rushdie es la metáfora de la vergüenza de un mundo incapaz de plantar cara a un fenómeno totalitario, el integrismo islámico (islamofascismo, en la versión acertada de André Glucksmann) que hace décadas que nos ha declarado la guerra. Y antes de que el buenismo y la estupidez de determinada progresía ponga el grito en el cielo, preciso la frase: ha declarado la guerra a la libertad. No es un enfrentamiento religioso, ni es entre musulmanes y occidentales, porque el islamofascismo ataca a todos aquellos que defienden la sociedad de los derechos y las libertades, sean cristianos, judíos, ateos, budistas o sean musulmanes. No olvidemos que son musulmanes los primeros que mueren en manos de esta gentuza fanática y violenta. Repito, pues, que es la guerra de una ideología totalitaria que quiere destruir la carta de derechos humanos al completo e imponer una tiranía basada en dogmas de fe cavernarios.

Lejos, sin embargo, de plantar cara a aquellos que alimentan esta ideología fanática, muchas veces la reacción es la contraria: asustarse, bajar la cabeza y aceptar sus normas. Así funciona el terrorismo: consigue restringir derechos por la vía de asustarnos. Pasó con las caricaturas de Mahoma y con Charlie Hebdo, y, sin duda, pasó con Rushdie. Su caso era el inicio de muchos otros y el síntoma de lo que vendría después, tal como lo expresó en una frase punzante, a raíz de los atentados del 11-S: "La fetua fue el prólogo y este es el acto central".

Un prólogo que se convierte en toda una metáfora, porque ya entonces el totalitarismo islamista consiguió notables triunfos: muchos países, como India, Canadá y Sudáfrica, aparte de los musulmanes, prohibieron el libro; la cadena de librerías W.H. Smith lo retiró de sus 430 tiendas; Canadá prohibió la importación y en los Estados Unidos muchas librerías también lo retiraron; en Italia, la librería Rizzoli despidió a un lector porque había pretendido leer fragmentos; la Organización para la Cooperación Islámica, teóricamente conciliadora, también lo prohibió; y todavía más grave, el Vaticano condenó la novela a través del Osservatore Romano, validando la tesis del integrismo islámico de que era una obra blasfema.

Pero la vergüenza más grande de todas todavía perdura: el comportamiento servil y acobardado del comité del Premio Nobel, que, desde 1989, no osa darle el Premio Nobel por miedo a las reacciones, a pesar de ser el candidato permanente. El mismo Rushdie lo comentaba en una entrevista en 2017: "Nunca me darán el Nobel, por miedo a los islamistas". Es decir, lejos de luchar por la libertad de opinión y de conciencia, y de defender el derecho de un escritor a escribir libremente, los carcamales del Nobel se doblegaron a la barbaridad de que un país miembro de la ONU pusiera precio a la cabeza de un escritor e iniciara un llamamiento a cazarlo por todo el mundo. Es decir, el Nobel de Literatura no es capaz de defender la literatura ante una ideología totalitaria que la amenaza.

Y como el Vaticano y los del Nobel y las librerías y las editoriales y los países acojonados, también es evidente que falla la ONU, un artificio pomposo y grandilocuente que, a la hora de defender derechos fundamentales, resulta totalmente inútil. No olvidemos que, aparte de perseguir a escritores, Irán es el principal exportador de terrorismo en el mundo y el responsable de tres atentados mortales en Sudamérica: Amia, la embajada de Israel y el avión panameño. Y ahora es el responsable de la entrada masiva de miembros de la guardia revolucionaria, vía Venezuela (con toda la izquierda sudamericana aplaudiendo), en todo el continente sudamericano. Irán es profusamente proactivo en expandir su ideología fascista, mientras va culminando la carrera nuclear, y no pasa nada... Al contrario, Biden todavía cree que puede ser su amigo. Es trágico ver cómo, cuando se trata de racismo —caso Sudáfrica— o de tiranía comunista —caso Corea del Norte—, las cosas están muy claras. Pero cuando se trata de totalitarismo vinculado al islam, todo cambia, y entonces aparecen las palabras mágicas: tradición, costumbre, multiculturalismo. ¡Tonterías! No hay más cultura que la de la libertad, y ningún dios, ni ninguna ideología puede estar por encima de ella. Cuando eso pasa, no hay convivencia, hay una lenta, persistente y letal sumisión. Y de esta sumisión tiene mucha culpa determinada progresía buenista y papanatas, que oye la palabra islam y ya babea. Ya puestos, incluso dan Creus de Sant Jordi a líderes salafistas...

¿Cuándo reaccionaremos? Ahora mismo, mientras escribo este artículo, un escritor permanece en estado muy grave en un hospital, culpable del crimen de haber escrito un libro. Su verdugo lo ha perseguido cuando iba a dar una conferencia sobre la capacidad de los Estados Unidos de dar amparo a los perseguidos, y unas horas antes había escrito al PEN americano para interesarse por los refugios a escritores ucranianos. Rushdie es un símbolo del derecho a pensar, a escribir, a opinar, y por eso le ha perseguido brutalmente una ideología del mal. Representa la resistencia ante el totalitarismo, es su némesis, y nuestro escudo. También es la metáfora de un mundo cobarde que baja la cabeza ante el islamismo, miedoso, asustado y sumiso. Sólo los Rushdies nos salvarán de nuestra miseria.