Una previa. La manifestación en Barcelona contra la amnistía convocada por la derecha española y españolista, y sociológicamente franquista hasta los tuétanos —"hace 45 años que nos hemos visto huérfanos", se exclamó la portavoz de Sociedad Civil Catalana, amén—; la marcha patriotera animada por Ayuso y Abascal con un Feijóo cada vez más en fuera de juego, se vio minimizada, y ridiculizada, no por la escasa asistencia, sino porque los noticiarios estaban para otras cosas. Al lado de la tragedia provocada por el ataque de Hamás a Israel con Gaza como base operativa, a cuatro horas de vuelo de Barcelona, en nuestro oriente mediterráneo, lo del bifachito y compañía aparecía como un "que viva España" extemporáneo, fuera de hora y de registro. La marcha se tendría que haber suspendido y aplazado, por respeto. Pero así como una derecha normal, capaz de pensar en alguna cosa más allá de su dedo, se sentiría interpelada por lo que pasó el sábado en Israel y habría revisado su agenda de este domingo en Barcelona, una izquierda normal dejaría en casa sus prejuicios antijudíos antes de recurrir a no sé cuántas coartadas ideológicas e intelectuales para justificar —ni que sea por pasiva— el terrorismo de Hamás (al final del artículo me explico al respecto).

El caso es que en la manifestación de Barcelona contra la amnistía se evidenciaba ayer que la derecha y la derecha extrema española no sabe como afrontar lo que realmente es lo peor para ellas. Lo que representan el PP, Vox, y lo que queda de C's, no temen tanto una amnistía como que un perdón definitivo para los independentistas, es decir, para Puigdemont, que ellos entienden como un nuevo golpe al imperio de la ley (una, grande y libre), ponga en marcha una nueva transición en España. El españolismo es hoy políticamente y socialmente más débil y está más aislado que en otoño del 2017. A diferencia de las manifestaciones unionistas del procés|, ningún líder socialista, del PSOE o del PSC, entonces alineados con el 155 —con la excepción de una parte del PSC de José Montilla— asistió ayer a la marcha del Passeig de Gràcia. Sin los socialistas como coartada estratégica, sino todo lo contrario, la España "auténtica" está más sola que cuando justificó políticamente la lógica represiva impuesta por el deep state como final del procés. El giro copernicano y el cambio de paradigma que se dibuja es de tal magnitud que hoy, la presidencia del Gobierno, a la cual aspira el presidente en funciones, el socialista Pedro Sánchez, está en manos del "prófugo" Puigdemont. Como la estabilización de Catalunya en la etapa posfranquista estaba en manos de Tarradellas, otro presidente catalán exiliado.

Lo que representan el PP, Vox, y lo que queda de C's, no temen tanto una amnistía como que un perdón definitivo para los independentistas, es decir, para Puigdemont, arranque una nueva transición en España

Había una pancarta en la manifestación antiamnistía que, posiblemente por primera vez en todos estos años, también incluía al rey Felipe VI entre los "traidores" —"cómplice del golpe de estado"—. El mundo al revés. ¿A quién recurrirá la monarquía de Felipe VI, considerado por la mitad de los catalanes como el jefe del 'a por ellos', cuando la derecha y la extrema derecha le den la espalda? Fracasado el intento de romper el bipartidismo de la década pasada con la satelización de Podemos y la reabsorción de Ciudadanos por el PP-Vox y el PSOE, los aromas de una nueva transición política al Estado español guiada por la cuestión catalana son cada vez más intensos. Para los sectores más inmovilistas, la amnistía que se dibuja ahora no es tanto el problema como lo pueda ser la Constitución y/o el Estatut, es decir, el nuevo status quo Catalunya-España, que pueda venir después. Y aquí, los que trabajan para que la amnistía sea no el punto de partida sino el punto y final de esta especie de final alternativo inesperado del procés al que asistimos sí que ya no son solo las derechas-derechas.

No hay que ser un fino analista para darse cuenta de que ya hay terceras vías que tanto fomentan el diálogo multibanda sin excepciones de invitados, ya sean de Vox o de Junts, como trabajan para que Pedro Sánchez no se equivoque de guion, o sea, de transición. Ni la derecha, pero tampoco la izquierda española, más allá de la osadía de Sánchez dictada por la excepcionalidad del momento (investidura), tienen alternativa al "compromiso histórico" planteado por Puigdemont. De momento —y una vez más— la única propuesta sobre la mesa es una transición a la catalana, con la diferencia, respecto de la de 1977, que ahora viene de Waterloo, no de Saint-Martin-le-Beau.

¿A quién recurrirá la monarquía de Felipe VI, considerado por la mitad de los catalanes como el jefe del 'a por ellos', cuando la derecha y la extrema derecha le den la espalda?

[La historia vuelve una y otra vez a pesar de todos los heraldos que han anunciado su final, pero nunca repite traje. Ahora ya no es solo la tele hiperreal de la Guerra del Golfo que mostraba los bombardeos sobre Bagdad en vivo y en directo para esconder lo realmente importante —como explicó Baudrillard y no lo quisieron entender por "posmoderno"—; ahora es la guerra viral, la viralización de la muerte convertida en pornografía atroz, grabada para ser difundida a través de las redes sociales, de la pantalla del móvil. Los hornos crematorios de Auschwitz, punto y final de la civilización occidental como promesa, no disculpan el fracaso de la política israelí en relación con los palestinos, pero tampoco exoneran la brutalidad asesina del fascismo islamista de Hamás. Una izquierda valiente condenaría y reconocería el dolor universal, que quiere decir el dolor de todo el mundo y en todo momento y circunstancia, sin ninguna ambigüedad ni prejuicio, sin clasificar a las víctimas en función de la adscripción nacional, política o religiosa. Pero ni la izquierda ilustrada ni la izquierda naif osan coger el toro por los cuernos y, con la boca llena de sabiduría y presunto progresismo, siempre se acaban deslizando fácilmente por la pendiente del antijudaismo atávico y la disculpa del horror islamista con el colonialismo o el imperialismo yanqui-sionista como coartada mental y justificación de lo injustificable.

El final de esa narrativa tan intelectualmente cómoda como hipócrita es que todos los judíos —los que están a favor de la política de Netanyahu y los que la combaten— son cosificados como "lo mismo". A la vez, todos los palestinos, los que sufren el militarismo israelí de cada día y los que, como hemos visto, secuestran, violan y apalean hasta la muerte chicas israelíes y/o occidentales que simplemente bailaban cerca de la frontera de Gaza (en un claro aviso, también a las mujeres iraníes que osan desafiar el régimen de los ayatolás, padrinos de Hamás), todos ellos, son santificados en el altar de las (verdaderas) causas justas. A menudo, en el tratamiento discursivo del conflicto israelí, y especialmente en los medios, se aplica una forma de binarismo mental —judío malo / palestino bueno— que mata tanto como otros, pero se esquiva y silencia porque rompe todos los manuales de la izquierda presuntamente verdadera e infalible que solo tiene ojos y oídos para aquello que le complace ver y escuchar.]