Miquel Iceta acaba de hablar de la felicidad. Debe ser un concepto que domina, ya que seguro que provoca una considerable felicidad no haber trabajado nunca en la vida, más allá de ser un eterno funcionario de la política, y siempre del lado del régimen. Ciertamente, es un plan de pensiones asegurado. Sin embargo, una cosa es el nivel de felicidad del que disfruta el político danzante, y la otra su uso histriónico en las declaraciones políticas. Es aquí donde el gracioso de Iceta deja de tener puñetera gracia.

Ha dicho, en unas declaraciones a RAC-1, que el president Puigdemont tendría que volver al Estado español para ser juzgado por el Tribunal Supremo "y, después, entre todos, ser capaces de encontrar soluciones felices, como hemos hecho con el tema de los indultos a los ya condenados". La respuesta de Puigdemont ha estado fulminante: "Iceta es uno de los responsables del 155 contra Catalunya, es uno de los responsables de fracturar la vida de muchos catalanes. Si quiere hablar de soluciones felices, que me lo pida y le haré la lista. Aviso: el indulto no está". Es decir, para expresarlo en términos menos elegantes, ¿cómo puede hablar de felicidad uno de los hombres que más infelicidad ha ayudado a causar a miles de catalanes? Y lo pregunto porque, sinceramente, me parecen unas declaraciones miserables, propias de alguien que no ha tenido escrúpulos, ni tiene remordimientos.

Hablemos de las soluciones felices que anuncia el simpático Iceta. ¿Se trata de la felicidad que sintió cuando conoció personalmente (desde el primer momento) los planes represivos del PP, y colaboró? ¿Es la felicidad de la que disfrutaba al aceptar que miles de policías vinieran a zurrar a conciudadanos suyos que solo intentaban votar? ¿O era la solución feliz de las cloacas del Estado, trabajando para destruir reputaciones, falsear informes e intervenir en el proceso natural de las elecciones? ¿O tal vez es la solución feliz de los tribunales ideológicos españoles, capaces de tensar la ley hasta límites inconcebibles, con el fin de justificar sentencias indecentes? ¿Se trata de la felicidad de enviar líderes civiles a prisión, solo por haber hecho activismo independentista? ¿O la felicidad de enviar a prisión a la presidenta de un Parlament, por haber permitido un debate? ¿Es la felicidad de los años de prisión de sus propios compañeros de Parlament, gente que conocía, que había tratado, con la cual tenía incluso amistad, a la que no fue a ver nunca y cuyas sentencias aplaudió? ¿Son estas las soluciones felices, señor Iceta?

¿Cómo puede hablar de felicidad uno de los hombres que más infelicidad ha ayudado a causar a miles de catalanes? Y lo pregunto porque, sinceramente, me parecen unas declaraciones miserables, propias de alguien que no ha tenido escrúpulos, ni tiene remordimientos.

¿O quizás se trata de la felicidad de estar persiguiendo a miles de catalanes, en múltiples causas judiciales que siguen produciéndose, y que se han convertido en una causa general contra Catalunya? ¿O es más, la solución feliz de ver cómo se perseguían, a través del Tribunal de Cuentas, los patrimonios personales de decenas de personas, solo por el hecho de haber participado en el procés catalán? ¿O la de espiar a decenas de personas y destruir sus derechos, como método para el control ideológico? ¿Y la solución feliz de espiar a los abogados, poniendo en evidencia las estrategias de defensa y cargándose un principio fundamental del derecho: el de la confidencialidad entre abogado y cliente? Tal vez la felicidad radica en ver cómo los tribunales españoles han hecho el ridículo una y otra vez en Europa, en su intento de perseguir a los exiliados catalanes, dejando una huella de vergüenza por todo el continente. O mejor todavía, la felicidad de conocer el dolor de las familias de todos los perseguidos, los presos, los exiliados, gente profundamente democrática y pacífica, que han sufrido una represión brutal en pleno siglo XXI, y a manos de una presunta democracia. Cuántas y cuántas soluciones felices, señor Iceta, aplicadas al independentismo por parte del régimen que usted avala, aplaude y con el que colabora con dedicación entusiasta. Qué indecencia.

Y finalmente la solución feliz que usted promete al president Puigdemont, mientras le pide que venga a España, un país que lo ha masacrado mediáticamente, lo ha despreciado, lo ha insultado, lo ha degradado y deshumanizado, y lo espera como agua de mayo poder enseñar su cabeza por la Castellana como trofeo. La solución feliz de enviarlo a una prisión española para que lo denigren todavía más, mientras el Supremo lo condena a decenas de años de condena, para acabar ofreciéndole, después de años, un miserable indulto condicionado, mientras se le mantiene permanentemente vigilado y sutilmente amenazado. Y a todo eso, la solución feliz de despreciar una y otra vez las instituciones catalanas, empobrecer el país con un espolio insufrible, aprobar presupuestos que lesionan nuestros intereses y vender mesas de diálogo que ni siquiera se esfuerzan en disimular hasta qué punto son un insulto a la dignidad de nuestro pueblo.

Respondía el president Puigdemont que si el ministro quiere soluciones felices, él tiene una lista completa. Repico en esta dirección. Una solución feliz sería, por ejemplo, dejar votar a un pueblo su futuro, respetar sus derechos, y no reprimirlo brutalmente. Eso es la felicidad en política: el respeto, la dignificación del adversario, el escrupuloso ejercicio de los derechos. La felicidad no es enviar a la gente a prisión, arrastrarla por los canales represivos y después darle limosna cuando ya ha sido aplastada y humillada. Este tipo de felicidad solo lo puede proponer un cínico.

Adiós muy buenas ministro, a bailar, que las tocan.