Los políticos, lo digo para las personas que sólo los hayan visto por la tele, son un colectivo humano muy particular, un grupo con rasgos que los identifican y los caracterizan, salvando todas las excepciones que haya que salvar y con el respeto debido a sus excelencias. No, no son exactamente igual que el resto de ciudadanos. Los políticos, en general, son personas que se caracterizan porque suelen estirar y moldear el lenguaje a conveniencia, se vuelven locos por el eufemismo, por el maquillaje, por todo lo cual a menudo la realidad les puede llegar a quedar muy, muy lejos. No es que tengan conciencia de que estén mintiendo, en absoluto. Es que más bien son egocéntricos y enormemente creativos en su manera de hablar. Por eso los políticos hablan habitualmente como políticos, de una forma extraña, pesada y siempre matizada. Recuerdo como si fuera ahora, durante la presidencia del Muy Honorable José Montilla que el Gobierno de la Generalitat, ecologista y de izquierdas, había jurado solemnemente no realizar ningún trasvase de agua jamás en la vida pero, en un determinado momento, se vio obligado a emprender uno. Y no lo quería admitir. En lugar de explicar que, efectivamente, la situación de sequía era una auténtica emergencia nacional, decidieron jugar con las palabras. Como si la opinión pública fuera imbécil. El papel todo lo aguanta. En lugar de tragarse humildemente el sapo y de decir que el Gobierno, por responsabilidad, tenía que realizar un trasvase ya que el país sufría un terrible agostamiento que amenazaba incluso la vida cotidiana en la ciudad de Barcelona, llegaron a la genial idea de prohibir la palabra trasvase. De modo que el Gobierno tripartito realizaba una “captación de agua temporal y desmontable” y no un trasvase. Como si el recurso al eufemismo les pudiera disculpar ante la ciudadanía. La desconfianza que, en general, despiertan los políticos no sólo procede de los numerosos escándalos de corrupción, sobre todo viene de la falta de nobleza que exhiben, de la inverosimilitud de algunas de sus proclamas.

Del mismo modo que un cursillo de cuatro días en Aravaca se puede metamorfosearse en un máster en Harvard y un trasvase puede convertirse en una captación de agua, también un soborno podría no ser un soborno. Podría ser otra cosa, otra cosa maravillosa. Al fin y al cabo vivimos en un mundo donde todo es muy relativo y cambiante. El universo mental de algunos políticos es éste, enormemente autoexculpatorio e interesado. Absolutamente inadecuado porque nunca estará ni podrá estar al servicio de los ciudadanos ni del bien común. Y no sólo caracteriza a la clase política decadente y desprestigiada de Madrid, también es frecuente en Catalunya. Gracias a la dura convulsión social que ha generado la política independentista hemos sabido muchas cosas injustificables, de Jordi Pujol, de Narcís Serra, de Convergència, del PSC, del Partido Popular. El independentismo ha lavado bastante roña. Especialmente en el lenguaje, en las clamorosas contradicciones entre los hechos y las palabras, es cuando hemos visto qué tipo de personas nos gobernaban y nos pretendían continuar gobernando. Por este motivo muchas, muchísimas personas decentes y honradas se llevan las manos a la cabeza cuando hay quien habla de recoser los tejidos desgarrados y de volver al autonomismo, a la situación política anterior. Muchas personas se niegan a volver a la tradicional rivalidad entre derechas e izquierdas, a los turnos entre el centroderecha y el centroizquierda que tienen un recorrido político tan limitado y tan poco regenerador de la vida pública. Sólo las grandes convulsiones históricas, la república de 1931 y el independentismo de nuestros días han sido capaces de mejorar nuestra sociedad y de restituir un poquito el lenguaje. El nombre de cada cosa. A expulsar a algunos fantasmas de la gestión pública.