Resulta bien fácil comprobar cómo la burocracia española y, en especial, sus tecnócratas de la ciencia están encantadísimos de vivir en esta nueva normalidad de existencia por fases. El primer motivo es de fondo y bien antiguo: los regímenes que adoptan el totalitarismo como pauta tienen mucha maña a la hora de regalar pequeñas ganancias de libertad a sus súbditos como si el derecho fundamental de pasear a la hora que se quiera o de tragar cerveza en un bar, normalizada la vida en arresto domiciliario, fuera un hito a celebrar. Pero hay un trasfondo más profundo; el nuevo desequilibrio de fases (a saber, que un territorio alcance antes un estadio concreto) deriva en una nueva cartografía estatal a partir de la cual los aparatos ideológicos pretenden desvanecer conflictos nacionales/territoriales para imponer una lucha administrativa por la cual las "regiones sanitarias" luchen sólo para pasar pantalla.

Dicho de una forma menos pedante, la nueva lucha de los territorios españoles para superar las fases es la versión descafeinada y funcionarial de la vieja pretensión federalista de la izquierda española. Eliminando las luchas de emancipación nacional y sustituyéndolas por un control sanitario-territorial, el poder español ya puede tratar a sus autonomías como un grupo de alumnos huraños que hace falta disciplinar para que lleguen a la nota media de un listón que determinará el doctor Simón de turno. En este sentido, Pedro Sánchez y los suyos se encuentran profundamente contentos con este espíritu reivindicativo de cambio de fase que, por ejemplo, les ha entrado de repente a los madrileños, ejemplarizado a la perfección la imagen de virginal-martiritzada que encarna la presidenta Díaz Ayuso. La táctica del PSOE es tan vieja como eficaz: marcar incentivos a la baja y dejar que los ratones se peleen por los quesitos.

Hace meses, cuando en las tertulias ya advertí que el autonomiaen el procesismo, mis compañeros opinadores me miraban con aquella cara tan propia de quien perdona la vida al enfant terrible de la tribu. Pues bien, como explicaba recientemente el compañero Antoni Maria Piqué en esta misma benemérita página digital, una simple lectura de los diarios madrileños de la semana pasada certificaba como el cayetanismo bien del kilómetro cero ha adoptado punto por punto la metódica del independentismo para superar el enquistamiento de fases. No es que servidor sea genial ni visionario, ya que hacen falta pocas neuronas para entender que en torno a un autonomismo donde las regiones acaben compitiendo por un mundo de libertad condicional, la estética hortera que resultará sólo puede parecerse a la nuestra revolución de las sonrisas. Puaj.

La nueva lucha de los territorios españoles para superar las fases es la versión descafeinada y funcionarial de la vieja pretensión federalista de la izquierda española

Tampoco hay que ser Kant para certificar como este plan de liberación por fases no es un hijo prematuro que la administración española haya parido con ocasión del coronavirus. De hecho, todo el fantasma espectral del autonomismo partía de la misma dinámica: crear un poder central omnívoro, regalar poco a poco competencias en cada región o autonomía, y provocar la consecuente lucha y envidia de "privilegios". Ayer mismo, nuestro filósofo jefe, Miquel Buch, reivindicaba todo simpático la posibilidad de poder volver a manifestarnos, siempre que los activistas ocupáramos un espacio "con una anchura superior a los veinte metros", con la consecuente mascarilla, manteniendo la distancia de seguridad y con pancartas "de uso individual." La brillantez expresiva de nuestro conseller casi no necesita glosa: catalanes, antes pedisteis la independencia y ahora podéis estar contentos si os dejamos hacer dibujitos en una pancarta.

La existencia por fases ha sido, en definitiva, el sueño húmedo del poder central que, con la excusa de esta pandemia, ha podido desplegar con toda su radicalidad burocrática. Así como la población se estresó en massa cuando le permitieron volver a hacer running, con la consecuente acumulación de tirones y de corredores aficionados llenando la playa de la Mar Bella, esta nueva estratificación de la vida cotidiana permitirá al poder la gestión de un tiempo precioso a cada microganancia de aparente libertad por parte de sus fieles súbditos: primero será la posibilidad de ir a ver a la querida en Empuriabrava, después el inmenso gozo de experimentar de nuevo lo que se siente cuando se come rodeado por diez almas (¡como máximo!) y finalmente se ganarán un par de meses haciendo metafísica barata sobre cómo los ancianos abrazan a sus nietos. La libertad, en resumen, vivirá un proceso de devaluación.

Bajo la obligación de disfrutar estas ganancias, el ciudadano irá adquiriendo paulatinamente la dinámica impuesta por el poder disfrazada de aparente y fraudulenta ampliación de albedrío. Las grandes reivindicaciones, las aspiraciones nacionales y toda cuánta pretensión discursiva de totalidad, no fastidiemos, pasarán a ser vistas como anhelos y voluntades pasadas de moda y ochocentistas, propias de nuestra vieja anormalidad. Y todo eso, faltaría más, contará con el voto afirmativo y solidario de los partidos catalanes en el Congreso, comandados por gente que profesa un amor por la patria que no conoce límites. ¿No queríais un Gobierno efectivo, queridos amigos? ¡Pues disfrutadlo y liberaos! Y sobre todo, antes de correr estirad bien la musculatura, que los fisioterapeutas no dan abasto. ¡Nos vemos en la próxima fase!