Un estado puede utilizar diversas técnicas o estrategias para destruir una lengua que le molesta, todo depende de la imaginación y del presupuesto que tenga. Pero dejemos de divagar y veamos dos de estas técnicas que, a más de uno, seguro que le sonarán. La primera es la más sencilla de llevar a cabo, pero también la menos eficaz a largo plazo: consiste en prohibir la lengua y se acabó el carbón. Es perfecta para estados perezosos y con pocas ganas de pensar más allá del sí y el no; es un best-seller de los estados con regímenes dictatoriales. Durante el franquismo se usó esta técnica con el catalán y, ahora, parece que VOX quiere recuperarla (supongo que por nostalgia).

La segunda, en cambio, aunque a simple vista puede parecer mucho menos drástica y efectiva, en realidad, es la más perversa y fulminante; porque no solo ataca la lengua, sino también la autoestima de los hablantes. Y eso, quieras que no, lo destruye todo desde la raíz. La técnica consiste en hacer creer a los hablantes de una lengua que lo que hablan no es ninguna lengua, sino simples sonidos guturales que no sirven ni para pedir un café con leche. El estado se quita las pulgas de encima, logra pasar la responsabilidad de la desaparición de la lengua a los propios hablantes (al menos aparentemente). ¿Y sabéis cómo logra este resultado? Pues es muy sencillo, lo primero que hace es orquestar toda una política de desprestigio lingüístico para conseguir que la gente que habla la lengua que quieren eliminar se avergüence de hablarla y decida abandonarla para adoptar la que el estado ha decidido que sea la lengua oficial y de cultura del país. Les distorsionan la realidad de tal modo que acaban pensando que es una lengua ridícula que solo hablan cuatro campesinos salvajes, que llevan una hoja de higuera como taparrabos y que viven aislados sin mantener ningún tipo de contacto con la civilización (que conste que admiro profundamente el campesinado y el aislamiento).

El estado se quita las pulgas de encima, logra pasar la responsabilidad de la desaparición de la lengua a los propios hablantes

Francia sería un buen ejemplo de esta segunda técnica. El estado francés siempre ha tenido una fobia inmensa a las lenguas que no son el francés (entre ellas el catalán y el occitano) —qué le vamos a hacer, nadie es perfecto—, por eso, un día, decidió que lo mejor que podía hacer era destruirlas. Así pues, puso en marcha toda una campaña de desprestigio lingüístico contra toda lengua que no fuera el francés y las llamó, despectivamente, patois (que vendría a significar: dialectos o hablas poco cultos que hablan cuatro inútiles). Al mismo tiempo, convirtió el francés en la única lengua oficial de la República, y, por lo tanto, de la educación y del ámbito público; el resto de lenguas quedaron relegadas al ámbito privado. Eso hizo que la mayoría de los padres renunciaran, por «voluntad propia», a transmitir su lengua a sus hijos y que se comunicaran solo en francés —actuaron así porque, engañados como estaban, creían que les ofrecerían un futuro mejor. Consiguieron que estos padres creyesen que su lengua materna era una lengua de una categoría inferior, que no merecía llamarse lengua y que, incluso, podía perjudicar el futuro de sus hijos. Resumiendo, les destrozaron la autoestima lingüística y cultural por completo. Si cogéis la Constitución francesa, veréis que, en el artículo 75-1, dice que las lenguas regionales (como el catalán) pertenecen al patrimonio de Francia, y que, por lo tanto, son de uso folclórico y no oficial. Es decir, que solo se pueden hablar dentro de casa con las ventanas cerradas y las persianas bajadas para que nadie se escandalice. Casi nada.

Todo este caos, en cambio, no se produce cuando, simplemente, prohíbes una lengua (como sería el caso de la primera técnica que he comentado al principio del artículo), porque lo único que consigues por esta vía es que esta lengua se convierta en el objeto de deseo de sus hablantes y que hagan todo lo posible por recuperarla. Son hablantes a los que no les han destrozado la autoestima, por lo tanto, cuando ven que pueden perder su lengua, no dudan en defenderla con los dientes. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.