Cumplido un nuevo aniversario de la Constitución de 1978, y ante la presente coyuntura política, parece no solo oportuno sino necesario examinar críticamente tanto el devenir reciente del sistema institucional español como las condiciones que permitirían una regeneración democrática profunda. El Estado afronta desde hace casi una década un proceso de erosión sistémica que ha puesto de manifiesto no ya las tensiones coyunturales propias de cualquier democracia consolidada, sino deficiencias estructurales arraigadas en el modelo originado en la Transición. Estas deficiencias se han hecho particularmente visibles al observar la progresiva instrumentalización de instituciones fundamentales del Estado, así como el uso partidista de mecanismos judiciales, policiales, administrativos y mediáticos cuya función, en una democracia avanzada, debería quedar rigurosamente sustraída de la disputa política.

La anomalía democrática que atraviesa el Estado no puede explicarse únicamente como resultado de un mal ejercicio del poder ni corregirse mediante una alternancia gubernamental convencional. La propia naturaleza del problema remite a la configuración del sistema político y a una arquitectura institucional que, pese a haber permitido la salida pacífica de la dictadura, no desarrolló los mecanismos de control, fiscalización y neutralidad necesarios para garantizar la plena consolidación democrática. El modelo constitucional de 1978 constituyó un punto de partida razonable, pero no evolucionó hacia la fase superior de toda democratización: la consolidación institucional robusta, capaz de resistir tensiones y de impedir que cualquier actor, por poderoso que sea, capture parcial o temporalmente las instituciones, que es lo que actualmente sucede con el Gobierno central.

La mitología que durante décadas se erigió en torno a la Transición contribuyó, paradójicamente, a frenar este proceso de consolidación. Al convertir la Transición en un hito intocable y dotado de un aura de infalibilidad histórica, se impidió someterla a la crítica rigurosa que la teoría política considera imprescindible para mejorar la calidad democrática. Aquella narrativa, concebida inicialmente para estabilizar al Estado en un contexto incierto, cristalizó posteriormente en una forma de autocomplacencia institucional que paralizó la revisión de legados autoritarios, impidió la depuración de responsabilidades y dificultó la transformación profunda de estructuras estatales que, pese al paso del tiempo, conservaron rasgos corporativos, jerárquicos y opacos incompatibles con los estándares democráticos contemporáneos.

Así se construyó un sistema democrático funcional, pero no plenamente consolidado. Un sistema apto para gestionar consensos básicos, pero insuficiente para absorber tensiones estructurales de naturaleza territorial, ideológica o institucional. Cuando se produjo un desafío político de envergadura —primero en Catalunya, después en el conjunto del Estado— quedó en evidencia que los mecanismos de control y separación de poderes eran débiles, que la cultura política seguía anclada en prácticas patrimoniales y que la lógica del equilibrio oligárquico seguía operando como principio rector. Allí donde una democracia avanzada habría reforzado sus instituciones, el sistema activó reflejos de supervivencia heredados del pasado.

Si el Gobierno de Pedro Sánchez ha contribuido a algo, ha sido a poner de relieve la magnitud de las insuficiencias del modelo surgido de la Transición

La respuesta estatal ante los conflictos recientes revela que las carencias no se limitan a episodios concretos, sino que tienen raíces institucionales profundas. La instrumentalización de cuerpos policiales y de inteligencia, la deformación de procedimientos judiciales, la utilización discrecional de la publicidad institucional, la colonización de esferas mediáticas y, en general, la tendencia a gobernar mediante estructuras paralelas al control parlamentario constituyen signos evidentes de una regresión democrática. Es más, si el Gobierno de Pedro Sánchez ha contribuido a algo, ha sido a poner de relieve —precisamente por su estilo de dirección personalista y crecientemente ajeno a los controles democráticos— la magnitud de las insuficiencias del modelo surgido de la Transición. Su forma de ejercer el poder ha funcionado como un revelador empírico de fallas sistémicas que hasta hace pocos años permanecían soterradas o deliberadamente ignoradas.

Ante esta constatación, la regeneración democrática no puede plantearse en términos de simple alternancia. Se requiere un cambio de paradigma que reconozca la necesidad de un nuevo ciclo transicional, no ya para instaurar la democracia —formalmente existente—, sino para consolidarla de conformidad con los estándares europeos contemporáneos. La teoría de la democratización distingue claramente entre transición y consolidación: la primera sienta las bases normativas del sistema; la segunda construye las garantías materiales que permiten su continuidad. España cerró en falso esta segunda etapa y el coste acumulado de esa omisión es hoy evidente.

En este contexto, resulta imprescindible subrayar un elemento que la ciencia política comparada considera decisivo en momentos de reconfiguración institucional profunda: la necesidad de un gobierno dotado de legitimidad para dirigir un proceso de construcción democrática. Esta expresión no debe interpretarse en un sentido meramente programático, sino en su dimensión estructural: designa a un Ejecutivo cuya misión no consiste únicamente en gestionar la administración ordinaria, sino en acometer reformas constitutivas que completen la transición inconclusa del régimen. Un gobierno de construcción democrática es, por definición, un gobierno orientado a la transformación institucional de largo alcance, capaz de impulsar la fase de consolidación que el Estado dejó en suspenso y que la crisis de los últimos años ha hecho ineludible. Tal gobierno debe poseer la capacidad política y moral para emprender una reconstrucción institucional que asegure que las reglas del juego democrático no dependan de la voluntad de un líder ni del ciclo electoral, sino de una arquitectura institucional blindada frente a desviaciones autoritarias, una arquitectura institucional donde quepamos todos.

La consolidación democrática exige, en primer término, un ejercicio serio y riguroso de rendición de cuentas. Las prácticas lesivas para el Estado de derecho no pueden subsumirse en un olvido funcional ni quedar sin consecuencias. La utilización del sistema fiscal y policial con fines de persecución política, la manipulación informativa sostenida por recursos públicos o la deformación interesada de los procesos legislativos deben ser objeto de investigación, depuración y reparación institucional. No se trata de un ajuste de cuentas partidista, sino de la restauración de la autoridad moral del Estado y de la confianza ciudadana en sus instituciones. Una democracia que normaliza la impunidad ahonda su propia crisis de legitimidad.

En segundo lugar, la consolidación requiere reformas estructurales profundas. Entre ellas, ocupa un lugar central la revisión completa del sistema judicial. España no puede continuar operando con un modelo de justicia diseñado para las necesidades del siglo XIX y sostenido mediante parches del siglo XX. Es imprescindible construir un sistema judicial moderno, eficiente, transparente y plenamente adaptado al siglo XXI; un sistema capaz de funcionar con estándares europeos y resistente a presiones partidistas y corporativas. Ello implica reformular el sistema de acceso, transformar los mecanismos de nombramiento, establecer controles democráticos eficaces y generar una cultura profesional incompatible con las redes de afinidad política.

Asimismo, es necesario reformar los cuerpos policiales y de inteligencia para asegurar su plena sujeción al control democrático; profesionalizar la Administración pública de modo que los altos cargos respondan a criterios de mérito y capacidad; y proteger la independencia del sistema mediático frente a injerencias económicas o políticas. Un ecosistema informativo libre, una administración profesional estable y unos cuerpos de seguridad sometidos al escrutinio público son condiciones necesarias, aunque no suficientes, para la consolidación institucional.

Finalmente, estas transformaciones no pueden abordarse únicamente desde una perspectiva técnica. Exigen también una evolución cultural que abandone la autocomplacencia que ha lastrado la evolución del sistema político. Durante años se confundió estabilidad con perfección, consenso con renuncia y pragmatismo con inmovilismo. Esta confusión impidió comprender que un sistema democrático no es una estructura estática, sino un organismo vivo que debe revisarse y actualizarse continuamente. Una democracia que no se renueva está condenada a retroceder.

El Estado se encuentra, por tanto, ante una encrucijada histórica. La tarea urgente no solo consiste en sustituir gobiernos y reemplazar individuos, sino también en redefinir el marco institucional dentro del cual han de operar. Se necesita un gobierno de construcción democrática, dotado de la legitimidad, el consenso y la voluntad necesarios para asumir la responsabilidad histórica de completar la fase de consolidación pendiente desde la Transición. Solo así podrán garantizarse derechos fundamentales con independencia del clima político, podrá impedirse la captura de instituciones por intereses partidistas y podrá asegurarse una alternancia pacífica en el poder sin riesgos para el Estado de derecho.

La democracia no se hereda: se construye, se preserva y se renueva. La Transición permitió el acceso al régimen democrático; el momento presente exige edificar una democracia plenamente consolidada, capaz de sostenerse frente a tensiones internas y amenazas autoritarias como las que estamos viviendo. Esa es la tarea pendiente. Esa es, en rigor, la responsabilidad de nuestra generación.