Reflejarse en Italia es como intentar hacerlo en la escena capital de la Dama de Shanghái: no es posible, y más cuando se rompen los espejos, saber de dónde viene el peligro. Italia es un enfermo crónico con una teórica salud de hierro. Pero el posfascismo, ayudado por unos fracasados Berlusconi y Salvini, no ha llegado a las puertas del más que posible gobierno ni por arte de magia ni por un hechizo del demonio. El posfascismo está a punto de hacerse con la gobernanza de Italia por una simple razón y bien humana: porque casi el 50% de los electores, soberanamente —en uno de los pocos actos de soberanía que les queda a los ciudadanos— lo ha votado. Así de claro. No es fruto de fuerzas ocultas.

A menudo se habla de Italia, la gran desconocida por estas regiones, como la patria política gracias a su esgrimidor florentino; así, todo es posible. Ahora bien, su florentinismo, con sus curvas y sorprendentes resultados —no tan sorprendentes en perspectiva histórica— podrá habitar en los palacios de la élite, pero no en el corazón y la razón de los votantes. A diferencia de sus colegas alemanes o franceses, pero igual que los siempre tan presuntamente civilizados suecos, la extrema derecha está a punto de pisar la Presidenza del Consiglio, el Palazzo Ghigi.

Los italianos, como los suecos y antes los españoles, han sucumbido a los cantos de sirena de la extrema derecha —en España habita en esencia en el PP—. ¿Cómo? Han comprado el populismo más elemental y asqueroso: soluciones elementales y viscerales a complejos problemas que, de tener solución, en ningún caso es instantánea como un café soluble.

Quizás el florentinismo habita en los salones italianos, sin embargo, reitero, ni en la cabeza ni en el corazón de una buena mayoría de la gente: ni de los que han votado al posfascismo y compañía, ni de los que, para evitarlo, han puesto la cabeza debajo del ala y se han quedado en casa. Ahora no vale protestar ni quejarse. Al fin y al cabo, ha quedado patente muy poca inteligencia política, inteligencia política que mantienen contra viento y marea galos y tedescos y, hoy por hoy, parece que han recuperado a los españoles, aunque parece que les cuesta preservarla.

Los italianos, como los suecos y antes los españoles, han sucumbido a los cantos de sirena de la extrema derecha. Han comprado el populismo más elemental y asqueroso: soluciones elementales y viscerales a complejos problemas

O sea que Italia, de ejemplo de cuna política de la que aprender, poco. Es más, en todos los análisis que se hacen de la política Italiana reciente echo de menos dos estructuras políticas, sistémicas, como son la Mafia y el Vaticano. La primera, un Estado dentro del Estado, en relación simbiótica, constituye una pedrera inagotable de flujos dinerarios (si no, no se explica la permanente y profunda deuda transalpina sin ninguna consecuencia). La segunda monitorea todo el Estado, solo en el terreno espiritual, pues no en balde es el poder más antiguo del mundo. Así, sin contar con estas dos estructuras no se puede explicar completamente la Italia contemporánea. Conviene releer a Leonardo Sciascia; como mera muestra, Todo modo o El contexto, ambas traducidas al castellano.

Los partidos democráticos, desde la derecha clásica, prácticamente desaparecida —de la que es superviviente, curiosamente, el perdedor Letta— a una izquierda lo bastante evanescente, no han sabido transmitir ningún mensaje más allá de los convencidos, ha hecho aguas. Es más que probable que sus propuestas se basaran en pobres análisis mendicantes, tal como, desde hace demasiado tiempo, los defensores del sistema representativo vienen demostrando.

De todos modos, este envío al banquillo —¡no fuera del campo de juego!— les tendría que servir para hacer análisis de verdad y mostrar a sus conciudadanos que los problemas politicosocioeconómicos no siempre tienen solución, o cuando menos, una rápida, como las enfermedades, por ejemplo, el cáncer. Quizás, más allá de un ir tirando digno, poco más se puede hacer. Si fuera así—cosa realmente posible—, hace falta decirlo y expulsar, por estafadores, a los brujos del terreno de juego de la política.

También es posible que, con partidos personalistas y caudillistas, sin infraestructuras —recordad la trilogía magistral 1992— y líderes antipáticamente enfrentados, la legislatura no dure ni mucho menos cinco años, cosa que no los privará de intentar todos los retrocesos democráticos que puedan, singularmente en política interior. Porque en política exterior la autonomía para acercarse a la Rusia putinesca es prácticamente nula: ni los EE. UU. ni la UE están en condiciones de permitirlo. Además, especialmente el gobierno dependerá de casi 200.000 millones de euros de los fondos de recuperación, cosa de difícil gestión. Sin presupuestos adecuados ya para el próximo 2023, ni políticos acostumbrados a la interlocución europea —más cuando uno presenta Europa como la madre de prácticamente todos los males—, el panorama no ofrece optimismo.

En este contexto de incompetente demagogia y personalismos sin proyección, las fuerzas democráticas, en Italia, harían bien en prepararse; las de fuera, en aprender rápidamente de los errores que han permitido cautivar a la minoría mayor del electoral, motivando que con su 36% la abstención sea, al fin y al cabo, el principal partido de Italia. Eso es lo que hace falta evitar y reparar el destrozo el antes posible. Veremos.