Más pronto que tarde, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) colocará ante la justicia española un espejo en el que difícilmente podrá reconocerse. Será un reflejo incómodo, no por lo que muestre de los independentistas catalanes, sino por lo que revelará de una cúpula judicial que, durante años, se resistió a aceptar los límites que el Derecho impone a todo poder, también al judicial. Y cuando Estrasburgo hable, el Supremo ya no podrá esconderse tras argumentos formales ni detrás del relato mediático con que se ha intentado justificar lo injustificable: haber juzgado lo que no le correspondía juzgar.

El núcleo del problema no es técnico, aunque se haya disfrazado de complejidad procesal. Es, sobre todo, un problema de legalidad y de legitimidad. Cuando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea afirmó en su día que el Tribunal Supremo no era el juez “establecido por la ley” en el caso del procés, lo hizo recordando una obviedad democrática: nadie puede ser juzgado por un tribunal que se atribuye competencias que no tiene. En cualquier Estado de derecho maduro, esa constatación bastaría para declarar la nulidad de todo lo actuado. En España, en cambio, esa idea fue interpretada como una amenaza al statu quo, como si reconocer un error estructural en la arquitectura jurisdiccional pusiera en riesgo la unidad del Estado.

La herida no está en los independentistas, sino en el propio sistema judicial español, que eligió el atajo político por encima del camino jurídico

Pero el Derecho no se somete a la unidad política ni a la conveniencia del poder. Por eso, cuando Estrasburgo se pronuncie (y lo hará en breve respecto de los condenados del procés y de las dos demandas del president Torra), lo hará con la frialdad que caracteriza a la verdadera justicia: sin grandilocuencia, sin dramatismo, sin ruido, pero con una contundencia que desmontará toda la construcción jurídica levantada desde 2017. No se tratará de un ajuste de cuentas, sino de una restauración del orden jurídico europeo, que ha sido vulnerado de forma consciente. La sentencia no solo invalidará condenas, sino que cuestionará el mismo cimiento sobre el que se edificó toda la causa. El daño institucional será profundo, porque la herida no está en los independentistas, sino en el propio sistema judicial español, que eligió el atajo político por encima del camino jurídico.

La paradoja es que el Tribunal Supremo podría haber evitado llegar a este punto. En el ordenamiento español existen mecanismos para corregir la desviación competencial y restaurar el principio del juez natural. El propio Tribunal Constitucional tiene en sus manos, hoy, la posibilidad de anticipar la corrección que acabará imponiendo Estrasburgo: suspender los efectos de las órdenes judiciales que mantienen viva una situación abiertamente inconstitucional. No se espera que las medidas cautelares que hemos pedido al Tribunal Constitucional para dejar sin efecto las órdenes nacionales de detención sean una concesión de favor, sino una exigencia del derecho a la tutela judicial efectiva. Si el amparo que hemos demandado no se protege cautelarmente, se convierte en una ficción, en una justicia que llega tarde y, por tanto, no llega. El Constitucional tiene precedentes sobrados para actuar con coherencia, pero parece vivir atrapado entre su deber jurídico y el temor a las consecuencias políticas de cumplirlo o sus propios intereses políticos.

La historia demuestra que, cuando el sistema judicial español se niega a corregirse a sí mismo, lo termina haciendo Estrasburgo. La doctrina Parot es un ejemplo nítido. En su momento, se presentó como un instrumento de firmeza del Estado frente al terrorismo; en realidad, fue una aberración jurídica que vulneraba principios básicos del derecho penal y del principio de legalidad. El Tribunal Europeo la desmontó sin alzar la voz, recordando algo tan elemental como que las normas no pueden aplicarse retroactivamente para agravar las penas. La reacción fue la esperada: estupor, indignación, descalificaciones… y, sin embargo, la sentencia se cumplió. Decenas de presos salieron en libertad, no porque el TEDH fuera complaciente, sino porque el Derecho, cuando se aplica, tiene efectos. No se discute ni se interpreta a conveniencia; simplemente, se cumple.

Esa lección debería bastar para entender lo que está por venir. Si el Tribunal Constitucional no asume la responsabilidad de garantizar los derechos fundamentales que la Constitución le encomienda, será Estrasburgo quien lo haga. Pero cuando lo haga, el golpe no solo será jurídico, sino también moral e institucional. La confianza ciudadana en la justicia española ya está gravemente erosionada. Una nueva condena internacional, esta vez por la persecución judicial de un movimiento político democrático, la hundirá aún más. El descrédito no se mide en titulares, sino en la pérdida de legitimidad de las instituciones que, en teoría, deberían proteger los derechos, no violarlos.

El futuro inmediato ofrece al sistema judicial español una última oportunidad para rectificar. Técnicamente, el camino está trazado. Por una parte, el Tribunal Supremo podría reconocer su falta de competencia y remitir las causas al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, como ya apuntó Luxemburgo en su momento. Por otra, el Tribunal Constitucional tiene en su mano restituir la legalidad mediante la concesión de las medidas cautelares solicitadas —que devolvería la libertad de movimientos a los exiliados— y la posterior estimación de los recursos de amparo pendientes, mediante una correcta interpretación de la ley de amnistía. Ambas vías permitirían restablecer la primacía del Derecho interno antes de que lo imponga la jurisdicción internacional. Y, al hacerlo, preservarían algo más que una causa: preservarían la credibilidad del propio Estado de derecho.

Porque lo que está en juego no es una cuestión individual ni una reivindicación ideológica. Es el principio mismo de la justicia como límite del poder. Cuando el poder judicial actúa fuera de sus márgenes, cuando se convierte en parte del conflicto en lugar de árbitro de este, el daño que causa no se limita a quienes juzga, sino que se extiende a todo el sistema. Ningún Estado puede sobrevivir largo tiempo a la erosión de la confianza en sus jueces. Y eso es exactamente lo que se ha producido en España desde que la causa del procés se convirtió en una batalla política disfrazada de procedimiento penal.

El espejo que colocará Estrasburgo no deformará la imagen: la mostrará tal como es. Reflejará un órgano jurisdiccional que confundió autoridad con supremacía, que olvidó que su legitimidad no nace del aplauso patriótico sino del respeto a las reglas del Derecho. Reflejará también a un Estado que, en su afán por preservar la unidad territorial, sacrificó los principios que lo definen como democrático. Y reflejará, finalmente, a una sociedad que empieza a comprender que la justicia europea no es una amenaza, sino una garantía frente a los excesos de sus propios poderes.

El efecto será doble: jurídico y político. Jurídico, porque invalidará las condenas y pondrá en cuestión la validez de todo el procedimiento desde 2017. Político, porque dejará en evidencia que la represión del independentismo fue una persecución institucional y no una respuesta legal. Si Estrasburgo reconoce, como es previsible y lo hará en muy breve espacio de tiempo, que los independentistas catalanes constituyen un grupo objetivamente identificable que ha sido discriminado por razones políticas, estaremos ante una constatación histórica: la de que en la Europa del siglo XXI aún existen persecuciones políticas de Estado, y que solo el Derecho europeo ha sido capaz de detenerlas.

Cuando eso ocurra, habrá quienes hablen de revancha o de humillación del Estado. Pero la verdadera humillación no estará en la sentencia del TEDH, sino en haberla hecho necesaria. En haber ignorado durante años las advertencias de Europa, en haber utilizado la justicia como un instrumento de poder y no de garantía. La humillación —que es un término que no me gusta— estará en que la reparación llegue desde fuera, cuando el Derecho español ofrecía todos los mecanismos para hacerlo desde dentro.

Por eso, este es el momento de actuar. Si el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional quieren preservar un mínimo de coherencia institucional, deben hacerlo ahora: reconociendo el error, inhibiéndose en favor del tribunal competente y garantizando cautelarmente los derechos cuya violación ya nadie discute fuera de nuestras fronteras. No se trata de un acto de valentía política, sino de cumplimiento jurídico. No hacerlo será dejar que el TEDH haga lo que debió hacer España: restablecer la justicia.

El espejo de Estrasburgo está ya frente al sistema judicial español. No distorsiona, no exagera, no inventa. Simplemente refleja. Y lo que reflejará será, una vez más, el rostro de una justicia que quiso ser poder y olvidó ser Derecho. Lo único que está por decidir es si ese reflejo mostrará a un país capaz de rectificar a tiempo o a un Estado que necesita que Europa lo salve de sí mismo.