Cualquier lector podrá comprobar cómo los medios españoles (y los respectivos virreyes mediáticos de Madrid en Catalunya) viven en una lucha apremiada para arrastrar a los independentistas al falso debate "progres versus carcas" a raíz de la crisis reciente entre el Tribunal Constitucional y el Gobierno. La primera trampa es regalar el carácter de inédito al hecho en cuestión (a saber, que un altísimo tribunal pretenda suspender o prohibir una ley antes de que se debata en una cámara parlamentaria) con la perversa voluntad de tildar al PP y adláteres como partidos contrarios al sistema democrático y al PSOE como una formación aliada con Catalunya. El adjetivo "inédito" es fraudulento, y no solo por todo aquello que ocurrió en el Parlamento en 2017, sino porque desde la remodelación del Estatuto vigente, el TC ya había transitado de árbitro de la política a convertirse en un actor privilegiado.

Lo importante de todo es ver cómo se va tramando este camino. Para permanecer en La Moncloa y asegurarse el poder en Catalunya, Zapatero ya engrasó el papel del TC como último ente decisorio sobre el cuerpo central del Estatuto, con el resultado que todos sabemos. Una vez iniciado el proceso, Rajoy continuó con la misma tónica, contrarrestando la astucia del trilero Artur Mas con muchos recursos al alto tribunal siempre que el antiguo presidente osaba retorcer la autonomía para hacernos ver que avanzaba hacia la independencia. Fueron los líderes del bipartito español quienes embutieron el ego y la posición determinante del Constitucional en la política catalana y española. Eso llegó a un punto álgido en 2017, cuando un partido denominado PSC (encabezado por Miquel Iceta, aliado con Arrimadas y Albiol) no tuvo ningún problema al pedir que se prohibieran debates en el Parlamento de Catalunya.

Por lo tanto, la discusión entre una derecha casposa y una izquierda que intenta desatascar el Estado de carcas es una engañifa de antología. El español de turno me dirá que el caso del Parlamento y del Congreso son diferentes, pues, en el segundo debate, el Tribunal no había emitido advertencias escritas a la cámara para que no celebrara un pleno contrario a su lectura de la Constitución. Tendría razón, pero la diferencia no resulta escandalosa por este motivo, sino porque en el caso del Parlamento el TC acabó cumpliendo su promesa (a saber, suspendiendo las leyes relativas al 1-O y aquello que tenía que configurar la transición hacia un nuevo estado). ¿Y qué provocó esta sed de unanimidad y rapidez de acción entre un grupo de jueces que ahora están literalmente a matar? Pues una cosa que se llama la unidad de España y salvar la patria. Por lo tanto, de golpe de estado inédito a la democracia, tu puta madre.

Lejos de romperse, el sistema español solo está solidificando su putrefacción; el PP intentando que no cambie mucha cosa y el PSOE jugando a engatusar a los catalanes más ceporros o ignorantes. No hay que decir que los actuales políticos independentistas pertenecen a este ilustre grupo de conciudadanos

De hecho, lo que pasa en Madrid no es una ruptura entre los poderes del estado ni una rebelión de los jueces, sino la voluntad del sistema bipartidista de acabar controlando un animal engordado que ellos mismos han urdido. Por eso, y la cosa ya hace tiempo que dura, los políticos españoles hablan de jueces progresistas y conservadores, bien conscientes de que la emisión de las leyes es mucho menos importante que la lectura que se haga. Así se disputan la mayoría en el TC; no para que quieran desencallar las respectivas iniciativas parlamentarias, sino porque quieren asegurar el cuerpo de las leyes que aprueben en el Congreso durante la próxima década sin ningún tipo de oposición (en este sentido, mis admirados yanquis son mucho más sensatos: los políticos –auditados por el Senado– escogen directamente las togas y estas ocupan su cargo hasta que la diñan, ahorrándose toda esta polla en vinagre de la renovación).

En resumidas cuentas, lo que vemos en Madrid es una lucha entre los dos partidos mayoritarios de España para asegurarse la hegemonía del futuro, aun garantizándose el poder de un árbitro que ya no es tal. Por lo tanto, y lejos de romperse, el sistema español solo está solidificando su putrefacción; el PP intentando que no cambie mucha cosa y el PSOE jugando a engatusar a los catalanes más ceporros o ignorantes. No hace falta decir que los actuales políticos independentistas pertenecen a este ilustre grupo de conciudadanos, y Sánchez les está robando de nuevo la cartera con su conocida habilidad. Pero ni el presidente, ni los procesistas ni la Virgen María en patinete puede impedir que os recuerde cómo son las cosas: los españoles solo tratan de salvarse y sus virreyes catalanes solo intentan chupar las migajas que les regalan. Los dos quieren lo mismo porque viven y cobran del mismo sistema.

Que el madrileñismo mediático haya hecho el llorón durante la semana, con la cancioncilla del golpe de estado y del asalto de los jueces al Congreso, certifica aquello que ya advertí hace mucho tiempo: España se ha acabado procesizando porque el 1-O ha acabado con las mentiras y la olla de miedo que sujetaba el autonomismo. Todo eso, si lo sabemos aprovechar, nos irá muy bien. Pero primero y ante todo, hace falta echar a los virreyes. Y cuanto antes, mejor.