La Iglesia española bendijo y ungió lo peor del fascismo alzado en armas contra la República. Y esta fue su posición antes, durante y después de la Guerra, a pesar de los esfuerzos del ponderado Cardenal Vidal y Barraquer que se opuso tenazmente a aquella Cruzada Nacional, incluso cuando se tuvo que exiliar a Italia huyendo de la turba que emprendió una cacería criminal e indiscriminada de sotanas en la retaguardia republicana, a partir del 18 de julio de 1936.

El valeroso Padre Hilari Raguer, monje de Montserrat, lo explica con detalle en La espada y la cruz, volumen que vio la luz en 1977. En el epílogo final, intitulado Una Iglesia hipotecada, explica un hecho sucedido en la Cartuja de Granada, ante una multitud de jesuitas, en una escuela de formación el verano de 1939:

«El entusiasmo ante Millán era común, y el aplauso cerrado. Él decía de la pasada cruzada y sus maravillas. Un escalofrío nos sacudía a la abigarrada clericalidad juvenil. El Imperio, según el general, estaba a la mano y constituía un deber. Más de una hora con no sé cuántos gritos y aclamaciones.

Había que terminar lanzando los himnos. Primero, el de los legionarios; era el suyo, de él; después, brazo en alto, el ‘Cara al sol’. Pero tenía que haber más. "Ahora, el de vuestro san Ignacio, el capitán; pero también brazo en alto, a lo fascista." Entusiasmo. Por último. “Y ahora, eso que cantáis, que tanto me gusta, eso del amor y no sé qué... amor y amores... bueno, pero ¡de rodillas!, brazo en alto." Asombro, pero satisfacción.

Cerca de doscientos clérigos, incluidos algunos teólogos de más de setenta años, se postran, alzan el brazo y, con Millán-Astray como primera voz, nos arrancamos fervorosos con él.

Cantemos al amor de los amores... (...). A su despedida, lo acostumbrado: el teologuillo que se acerca: "Mi general, le vi una vez desde las trincheras, he hecho la guerra durante los tres años, ¡a sus órdenes!" Y Millán, que tira de la cartera y saca mil pesetas —¡de entonces!—: "Toma, para que te emborraches." (Hechos y Dichos, mayo de 1975)..»

Nada puede justificar la brutalidad que se vivió aquel verano de 1936, aquella borrachera de sangre que puso fin a la vida de miles de religiosos, cazados como conejos, asesinatos a sangre fría, sin más. A veces, torturados previamente, con una crueldad tan salvaje como cobarde. Aquella orgía de sangre fue un crimen sin parangón, especialmente intensa en Catalunya, tan deplorable como contraproducente. Allí empezó la derrota de la República y su desprestigio a ojos de buena parte de la opinión pública europea.

Derrotada finalmente la República, el mismo Papa Pío XII dio la bienvenida al nuevo Régimen a pesar de los ingentes esfuerzos del Cardenal Vidal i Barraquer que no dejó de interceder ante el Papa para evitarlo. Aquel Cardenal que, como tantos otros, había sufrido la furia asesina de los incontrolados, vivió la paradoja de huir de la República que defendía para no ser asesinado. Y que murió en el exilio porque Franco y el Cardenal Gomà —alter ego de Vidal i Barraquer— nunca le permitieron volver a pisar Catalunya.

El Padre Hilari subraya en La espada y la cruz que pretender justificar lo que pasó no tiene sentido. Es más, tilda de masoquistas a aquellos que aceptan la tesis de lo que califica de "anticlericalismo resentido (cuando, por un complejo de culpabilidad, es aceptada por cristianos que presumen de avanzados, habrá que calificar de masoquista)".

Lo que nunca fue obstáculo para el Padre Hilari para intentar entender y explicar cuál es el motivo que desencadenó la peor matanza criminal de católicos en la Europa Occidental. La Curia católica española ignoró el Evangelio y arruinó espiritualmente la Iglesia al ponerla al servicio de los peores intereses políticos.