Como ya pasó con la pequeña revuelta del campesinado, el Gobierno se ha visto obligado a hacer ver que trabaja para paliar las deficiencias de un sector estratégico del país (la mayoría de las cuales, para ser justos, también crecen con el fuego ardiente de nuestra indiferencia). En el caso de las prisiones, el cinismo del común es todavía más evidente, ya que —mientras duró toda la comedia de los presos políticos— muchos de los ciudadanos actuaron como que se conmovían con el trato recibido por los cautivos y entendieron la dificultad de gestionar cárceles, simplemente porque en ese momento metían ahí a nuestros mártires. Sea como sea, el Govern (una administración que se presenta a los comicios del 12-M autodenominándose "responsable") ha vuelto a llegar tarde a una demanda a la que ha respondido con un montón de buenas intenciones —la consellera Ubasart ha prometido unas 700 contrataciones— que acabarán convirtiéndose en humo.

Como es evidente, será muy difícil que el sistema penitenciario y las exigencias de sus funcionarios se resuelvan desde una administración que tiene dos meses de margen y lleva colgado el sambenito del pato cojo. Pero lo importante de todo este caso es ver que el asunto en cuestión supera de mucho el asesinato de una desdichada cocinera y un puñado de reivindicaciones laborales legítimas. La brega y el paro en las prisiones esconde una lucha de poder que es muy antigua y que tiene sus orígenes en las competencias adquiridas por la Generalitat y con una lectura del Código Penal que en Catalunya ha sido mucho más garantista que en el resto del Estado. En este sentido, la base de las protestas sindicales (y la falta de recursos de los funcionarios) está totalmente justificada, pero no hay que ser Sherlock Holmes para ver que bajo la lucha sindical se encuentra el sotobosque de un sector laboral bastante cabreado con el soberanismo.

Desde este prisma, se explica mejor la tozudez sindical de no quererse reunir con el Govern y el hecho de que los obreros hayan situado el foco dimisionario en Armand Calderó, mucho más que en Ubasart. Calderó había sido secretario de Mesures Penals en época de la aplicación del 155 y también durante el encarcelamiento de nuestros mártires. Mientras la Generalitat se aseguraba el buen trato a los presos del procés —y la sociedad catalana lloraba porque Dolors Bassa se tenía que comunicar con su hermana a través de un "puto cristal"— a muchos funcionarios (de tradición no muy catalanista, por decirlo de forma amable) manifestaban que tenían que controlar a asesinos y violadores con unas condiciones cada día más precarias. No es casualidad que, aprobada la amnistía y con la posibilidad de algún nuevo ingreso penitenciario por casos como el del Tsunami, los funcionarios hayan apretado el gatillo de la protesta.

Los funcionarios están urdiendo un movimiento paralelo al de la judicatura; estableciendo un contrapoder

En el fondo, estos trabajadores públicos (vuelvo a insistir en la legitimidad absoluta de su rabieta) han aprovechado el ambiente de elecciones para hacerse ver, desgastar al Govern, y de paso favorecer que se estabilicen sus contratos temporales. Para contrapesar estas demandas, es lógico que Oriol Junqueras haya dado órdenes a Pere Aragonès para que de la cúpula que él mismo había situado en el Departament de Justícia no se mueva ni una mosca. El president no ha tenido más remedio que obligar a Ubasart a hacer algo que no habíamos visto desde su proclamación; a saber, aparecer en público y dirigirse a la ciudadanía. Pero los funcionarios saben que la consellera no pinta nada en todo este guirigay, y por eso han puesto el timón en la órbita del núcleo junquerista. En este sentido, los funcionarios están urdiendo un movimiento paralelo al de la judicatura; estableciendo un contrapoder.

En las prisiones, por lo tanto, no solo se esconde el crimen, sino también una lucha por mantener la cara oculta del poder de la Generalitat y del Estado en Catalunya. En un futuro judicial notoriamente complicado para el soberanismo, la cultura garantista de los gobiernos catalanes podría verse afectada en manos de un poder judicial al que cada vez dará más pereza repartir terceros grados. A su vez, el movimiento de los funcionarios de prisiones no es tan solo reivindicativo; los trabajadores asoman la cabeza para recordar a futuras administraciones de la Generalitat que ellos mantienen el orden en las chironas y que, si les tocan mucho la huevera, pueden montar un buen sarao (como han estado a punto de hacer estos días, estirando la huelga hasta límites bastante peligrosos). La cosa, por lo tanto, va mucho más allá del asesinato de una trabajadora: bajo las hogueras y el griterío, como pasa siempre, se esconde el poder más descarnado.

El lector podrá inclinarse a pensar que todo esto son teorías de la conspiración. Las aliñaré con un dato muy curioso. Justo después de este vodevil de las prisiones, y para sorpresa de todo quisqui, la conselleria de Interior acaba de abrir un proceso para nombrar a un nuevo mayor de los Mossos d'Esquadra. La convocatoria está abierta a todos los comisarios del país, pero tampoco hay que ser ningún futurólogo para ver que Joan Ignasi Elena —un simple títere de Oriol Junqueras— ha escrito una convocatoria a medida del actual comisario jefe, Eduard Sallent (del que el capataz de Esquerra ya se hizo amigo cuando estaba en la cárcel, previamente a defenestrar al mayor Trapero). El cargo de mayor es vitalicio y, por lo tanto, es vigente con independencia de quien domine la futura cúpula de Interior. El poder del sotobosque, nuevamente. Porque esto es Catalunya; un pequeño conjunto de árboles de donde solo podrá crecer alguna seta.