El Brexit ha generado una serie de situaciones impensables hace sólo unos meses. El Parlamento escocés se ha pronunciado a favor de mantener el país en la Unión Europea. Y la primera ministra escocesa, Nicole Sturgeon, ha mantenido conversaciones formales con Martin Schultz, el presidente del Parlamento Europeo, y con Jean Claude Junker, el presidente de la Comisión Europea. El Brexit se ha convertido en la "piedra en la faja" del independentismo escocés. Una estrategia que, en Edimburgo, abre un camino nuevo para desvincularse de Londres. Y mientras eso sucede, en Madrid Rajoy clama contra Escocia con su discurso apocalíptico habitual. Porque a nadie se le escapa que el Brexit ha provocado –además de muchas otras cosas- el redibujo de un triángulo de complicidades entre Edimburgo, Bilbao y Barcelona.

 

Edimburgo en el siglo XVI

Corría el año 1700 y Europa se preparaba para entregarse a una segunda gran guerra continental. El conflicto de los Treinta Años –del siglo anterior- había quedado mal cerrado. Las guerras tienen un extraño componente orgánico. Son como las heridas abiertas que, si no se suturan bien, acaban supurando y rasgando de nuevo la carne. El 1700 era año de supuraciones. El eje borbónico París-Madrid ya era una realidad. Y una amenaza para las potencias atlánticas –Holanda, Inglaterra. Dos sistemas opuestos: la aristocracia latifundista de Versalles versus las clases mercantiles de los "docks" de Londres y de los canales de Amsterdam. La Corte de Madrid –que tenía el rastro de un gran convento- ya no marcaba tendencia. Ni en la moda ni en las ideas. En Europa habían triunfado Descartes y Bacon. La ética de velatorio, la estética de duelo y la mística teresiana causaban repulsión.

Escocia y América

El año 1705 la carne ya se había rasgado. La península Ibérica se convirtió en el escenario del segundo gran conflicto de alcance europeo. No sería la última vez. Inglaterra apostó fuerte. Sus clases dirigentes ambicionaban la postración definitiva del imperio hispánico. Y necesitaban toda la fuerza disponible. En aquel contexto de delirio bélico, propusieron –casi se puede decir que impusieron- a Escocia la unificación de los ejércitos en un solo mando. Y la centralización de las instituciones políticas en Londres. Escocia e Inglaterra compartían rey (o reina) desde cien años antes. Pero cada Estado actuaba de forma independiente. Con la creación del Reino Unido, en 1707, los escoceses perdieron una parte de su independencia. En beneficio de una nueva entidad que en teoría era el resultado de la Unión, pero que en la práctica era un monopolio de Inglaterra. 

Las colonias de Virginia, Carolina, Tennessee y Georgia –en el sur de los futuros Estados Unidos- se llenaron de escoceses

Fue una unión desigual. Como un matrimonio entre un heredero rico y una segundogénita pobre. Atractiva pero pobre. En 1707 Inglaterra –con Gales e Irlanda- tenía una población de siete millones de habitantes. Y Londres superaba los seiscientos mil habitantes. En cambio Escocia justo llegaba al millón de habitantes. No tenía economía mercantil. Una desventaja que, progresivamente, profundizaba las diferencias. Y en este contexto, Inglaterra ofreció a Escocia participar en la empresa colonial americana. Una oferta, en aquellas circunstancias, irrefutable. América era el sueño de las clases humildes europeas. Y de las oligarquías que, con la emigración popular, aliviaban la presión social que ponía en cuestión el sistema. Las colonias de Virginia, Carolina, Tennessee y Georgia –en el sur de los futuros Estados Unidos- se llenaron de escoceses. 


América y Euskadi 

En cambio, el caso vasco, fue diferente. Los vascos ya participaban activamente en la empresa colonial americana. Eran la élite colonial en los principales puertos de la América hispánica. Ellos fueron los verdaderos difusores de la lengua castellana en las colonias. Cuando menos, ellos la convirtieron en la lengua franca –la lengua común. En un mosaico cultural en que el castellano –que sólo era la lengua de la administración- convivía con el gallego, el asturiano, el euskera, el holandés, el portugués, e incluso el catalán. Los vascos de las colonias –en su calidad de comerciantes- también contribuyeron poderosamente a la mercantilización de aquellas sociedades. Una aproximación a los modelos ingleses y holandeses que aportó –además de negocios- un intercambio de ideologías que tenían su correspondencia en Bilbao, en Bermeo o en Lekeitio.

Se puede entender por qué las élites vascas –a diferencia de las catalanas- dieron apoyo al Borbón cuando estalló la Guerra de Sucesión hispánica. Los negocios no han sido nunca amigos de las aventuras. Y la pretensión del archiduque Habsburgo tenía mucho de aventura. Cuando menos, más allá de los países de la Corona Catalano-aragonesa. Además, contaba el hecho de que el Borbón había llegado a las Españas con un aura de modernidad -regeneración a la francesa que decepcionó de forma inmediata- y que aparentemente resultaba muy atractiva a los intereses vascos. Únicamente, por|para las sospechas muy fundadas que tenían, se apresuraron a ponerlo bajo el Árbol de Gernika y hacerle jurar los Fueros, cosa que equivalía a decir mantener la independencia política y económica de Vasconia. Sobre todo para comerciar con Inglaterra, incluso en estado de "casus belli".

La ciudad de Barcelona en 1575

Catalunya e Inglaterra

En Catalunya, en aquellos años, la destilación de alcoholes se había convertido en un sector puntero. Inglaterra y Holanda –y sus colonias- eran los principales mercados. A diferencia de Euskadi, la llegada del Borbón fue interpretada como una verdadera amenaza. El eje borbónico París-Madrid era una invitación a reabrir la herida de los Treinta Años. En caso de guerra las prohibiciones de comercio con países enemigos eran sistemáticas. Eso tenía que significar el derrumbe del sector vitivinícola -productor agrario, industrial destilador y comerciante exportador. Y también del sector textil, que rivalizaba en importancia con los alcoholes. Con respecto a la pañería catalana, que se tenía que abastecer de materia prima pasando –y pagando- por el monopolio de Sevilla, no podía competir con la francesa que lo obtenía directamente de las colonias.

Pasados 300 años, una decisión inglesa –el Brexit- desbroza –de nuevo- los caminos de la historia. Y sacude viejos tratados internacionales incumplidos y olvidados

El 1705 Catalunya firmó un pacto con Inglaterra –el Tratado de Génova- que tenía tanto de político como de económico. Porque garantizaba la importación de algodón y la exportación de alcoholes. Y la abolición del monopolio castellano. La pujanza del sector industrial catalán. Y porque contemplaba la posibilidad de que Catalunya se convirtiera en una República bajo protección británica. El mismo sendero que habían andado los holandeses cincuenta años antes para independizarse del imperio hispánico. El viejo sueño de la Holanda del Mediterráneo. Pasados trescientos años, una decisión inglesa –el Brexit- desbroza –de nuevo- los caminos de la historia. Y sacude viejos tratados internacionales incumplidos y olvidados. En Catalunya y en Euskadi las miradas, estos días, están atentas a los movimientos escoceses. Y a los pasos de su Parlamento y de su primera ministra.